miércoles, 26 de mayo de 2010

CAPÍTULO I


“Sé que este mundo quedó en mi pecho
con sus muñecas y sus abuelos....
El amor me lo guardó con su ternura.”
(2)



María Angélica Coton y Pedro Torres habían noviado poco menos de tres años, con un noviazgo como eran los de entonces, es decir, formales y con unas cuantas reglas a cumplir sin la más ínfima posibilidad de salirse de ellas. El joven visitaba a la novia, de quince años recién cumplidos, los días previamente establecidos por los padres de ella y, tal como era la costumbre de la época, jamás se quedaban a solas. Pedro había visto a esa muchacha casi todas las tardes, en la puerta de la casa de la calle Juan Bautista Paláa 244, de Avellaneda, cuando volvía de su trabajo. Cada día, al emprender el camino de regreso hacia su hogar, le ganaba la ansiedad por volver a verla y, como cada día también, ella estaría allí, casi por descuido, aguardando verlo pasar. Pedro supo enseguida que ese sentimiento era verdadero así que, finalmente, tomó coraje y se presentó ante Gregorio y Mariana Coton, los padres de la joven, para solicitarles permiso para noviar con su hija. Angélica y Pedro se vieron en esa casa durante el tiempo que duró su noviazgo y fue allí donde comenzaron a entretejer los primeros sueños para un futuro compartido. Él era telegrafista en Ferrocarriles Argentinos, un trabajo bien visto que, por entonces, aportaba cierta estabilidad laboral y económica. Al cabo de un tiempo, los novios decidieron casarse y consolidar el amor que el paso del tiempo había afianzado. Meses más tarde, Angélica le anunció a su esposo que estaba embarazada, una noticia que los llenó de felicidad pero que no dejó de preocupar seriamente a Pedro, ya que sabía de la delicada salud de su mujer. Siendo muy jovencita, Angélica debió someterse a una intervención quirúrgica en la que le fue extirpado el bazo. Desde entonces su hígado trabajaba obligado a una mayor exigencia y su salud requería sumos cuidados. Por esta razón, los médicos le habían sugerido la conveniencia de no tener hijos, ya que su organismo debilitado podría verse comprometido. Mujer al fin, no pudo doblegar aquel inmenso deseo de tener un hijo y prolongar en él el amor que la unía a su marido.
Cuando aquel otoño de 1930 apenas comenzaba a insinuarse, más precisamente el 26 de marzo, a las 14.30 horas, nació Beatriz Mariana Torres. Vino al mundo en un parto normal y lo hizo en la casa de los abuelos de la calle Paláa, tal como era habitual en aquellos tiempos. Tenía una carita bien redonda y los ojitos achinados. Y a pesar de que su mamá tuvo alguna complicación cuando se produjeron las temidas hemorragias, todo pudo resolverse felizmente. Sin embargo, ahora sí, la indicación médica era incuestionable: Angélica no podría tener más hijos. No les preocupaba tampoco. El deseo estaba cumplido y se sentían felices, sabían que desde ahora sus vidas cambiarían para siempre; en cambio, lo que no sabían es que cambiarían tanto, y de tal manera, como ninguno de los dos podía siquiera imaginarlo.
Beatriz había nacido muy sanita aunque con una particularidad que, en principio, preocupó muchísimo a sus padres. Traía en su llegada al mundo, seis deditos en la mano y seis en el pie, ambos del lado izquierdo. Luego de evaluar la situación, los médicos aconsejaron que lo más conveniente sería operar enseguida y así lo hicieron. La niña se repuso sin inconvenientes de la intervención quirúrgica que, por otra parte, no dejó ningún tipo de secuela, más allá de un par de cicatrices. Muchos años después se conocería una anécdota que tanto tuvo de premonitoria. Aquél médico que recibió a la beba y detectó sus deditos de más, vaticinó a la flamante mamá “Señora, esta criatura tendrá un destino especial. Será muy aplaudida y jamás la morderá un perro rabioso”. Como podría comprobarse años más tarde, sus dos profecías se cumplieron puntualmente.
La niña se llamó Beatriz porque ese era el nombre de la protagonista de la fotonovela que Angélica estaba leyendo, y tanto le había gustado el nombre del personaje que quiso que su hija se llamara igual. Mariana, en cambio, fue elegido en honor a la abuela materna. De esa manera, fue bautizada en la Basílica de Nuestra Señora de Luján.
Betty, tal el diminutivo por el cual la nombraban, crecía sin sobresaltos en un hogar cálido y en un clima de muchísimo cariño. Sus padres le daban amor y cuidados, lo mismo que sus abuelos. Su mamá era quien generalmente la consentía, su papá el encargado de poner los límites, ya que era hombre de formación estricta y formal.

La depresión económica mundial repercutió en toda América latina, y Argentina, lógicamente, no se libró de sus efectos. En 1930, por primera vez en la historia argentina, un golpe militar, encabezado por el Teniente General José Félix Uriburu, derrocó a un gobierno constitucional; el de Hipólito Yrigoyen. A partir de entonces, muchas cosas cambiaban en el país, que sería mudo testigo a lo largo de toda la década, de sucesivos procedimientos ilícitos, entre ellos el fraude electoral, como único modo factible de lograr los objetivos propuestos. Sería aquello apenas la secuencia inicial de una ruta que Argentina transitaría en repetidas ocasiones. La crisis de la década del 30 produjo una gran caída en las exportaciones de carne, lana, trigo, oleaginosas, tanino, por lo que los ingresos del país se vieron disminuidos sustancialmente. Las relaciones comerciales con España se deterioraron, como consecuencia del impacto de la crisis y de las medidas de control de divisas aplicadas por ambos países. En 1930 se creó la Confederación Nacional del Trabajo, CNT, mediante la unificación de varias centrales obreras. Dos tragedias vestían de duelo al país entero: el hundimiento del buque alemán Monte Cervantes, frente a Ushuaia, que si bien no registró víctimas entre los pasajeros, provocó que su capitán eligiera hundirse con su navío. Y por otro lado, en Buenos Aires, un tranvía repleto de obreros cayó en el Riachuelo, ocasionando una numerosa cantidad de fallecidos.

En aquel contexto político y social había nacido y crecido Beatriz Mariana pero afortunadamente su familia, aunque de clase media, no se vio afectada por los coletazos económicos que derivaron de aquellas circunstancias.
Cuando era muy pequeña aún, su familia dejó la casa de Avellaneda y fueron a vivir a Tapiales. Era una casita a la que su padre había accedido en su condición de ferroviario, con jardín y campo alrededor. Muchos años después, ya convertida en una mujer famosa, diría que “Mi primer recuerdo de infancia, aunque confuso y como en sueños, es el de verme muy pequeñita, jugando en ese jardín”. También en esa época, un hecho infortunado tiñó de tristeza el entorno familiar: la muerte de la abuela Mariana, con cincuenta y tres años recién cumplidos. La nieta no comprendía aún la inmensidad de la muerte pero sí sabía que extrañaba muchísimo a esa abuela dulce, afectuosa y tan alegre como una castañuela. La abuela Mariana y el abuelo Gregorio habían llegado a Argentina desde su castigada Galicia intentando, como tantos otros, hallar un destino mejor. Él, no sabía leer ni escribir pero salió adelante a pura lucha, también como tantos otros. Y junto a su mujer, que siempre le puso el hombro, formaron una unida familia de cinco hijos. La abuela Mariana andaba siempre por la casa tarareando melodías de su tierra “Le gustaba tocar la pandereta dejando deslizar en ella su dedo. Solía contarme que iba a bailar las muñeiras en la campiña gallega, y se quitaba los zapatos para que nadie se enterara de que había estado allí al verle las suelas,” recordaba la nieta. Esta abuela también era amante de las grandes reuniones familiares, de esas que convocan a los seres queridos alrededor de una larga mesa, amorosamente preparada y que quedan grabadas para siempre en la memoria y el corazón de quienes se sientan a su alrededor. Eso, precisamente, sería algo que Betty jamás podría olvidar, y se convertiría en un modelo a repetir cuando llegara el momento.
Gregorio quedó sumido en una inmensa tristeza al perder a su compañera. Pero, en compensación, la vida le tenía reservada una gratificación importante: viviría hasta los ochenta y tres años y llegaría a conocer y disfrutar aquel destino especial que le habían vaticinado a su nieta.
Los abuelos paternos, en cambio, sólo estaban vivos en el corazón de la niña por todas aquellas cosas que sus padres le referían ya que la abuela, Juliana Iriarte, falleció antes de que Betty naciera. En un futuro, cada vez que la nombrara lo haría como “la abuela Julia”, y de ella la nieta diría “Era navarra, nacida en Pamplona. De ahí mi carácter, mi fortaleza”. En cuanto al abuelo Pedro, criollo puro, partió también cuando ella tenía poco más de tres años.
Betty apenas contaba con cuatro años de edad cuando ya cantaba y bailaba con gran desenvoltura y con todo el gracejo del género español, género que le gustaba sobremanera, sin que por ello dejara de jugar largas horas con sus muñecas preferidas o se entusiasmara con las figuritas de brillantes, que era su otro gran entretenimiento.
Adoraba a su madre a quien, igual que a la abuela Mariana, siempre se la podía escuchar cantando por la casa. En realidad, a su madre le hubiera gustado dedicarse a cantar y bailar de modo profesional, pero en aquellos años esa actividad era considerada impropia para una “chica de su casa”, razón por la cual ni siquiera se atrevió a confesárselo a sus padres, pues sabía con certeza que jamás se lo permitirían. “Mi madre era una mujer con algo de contradictorio en su personalidad. Si bien era generalmente divertida, también tenía momentos en los que se hundía en una profunda melancolía, a punto tal de enfrascarse en un hondo silencio o pasar un largo rato mirando llover a través de la ventana, algo que le atraía mucho hacer”. Probablemente, concluiría más tarde su hija, la preocupación por su delicada salud la intranquilizara íntimamente, pero ella jamás lo decía.
A sólo dos años de haberse mudado a Tapiales, la familia Torres volvió a instalarse en Avellaneda, en la intersección de las calles Ana María Cortese y la Avenida Roca, cerca del abuelo Gregorio. Su madre, que había querido contentar al esposo, intentó allanarse a la casita con jardín del barrio de la provincia de Buenos Aires, pero acostumbrada a vivir toda su vida en Avellaneda, no pudo adaptarse a la soledad del campo. A Betty le gustaba vivir cerca del abuelo, porque en ese lugar se podía jugar en la vereda. Era una época hermosa e irrepetible, cuando la comunicación entre vecinos era fluida y el saludo y la cortesía no eran rasgos de excepción sino gestos cotidianos, y cuando todavía se acostumbraba a sentarse en la puerta de las casas mientras los chicos jugaban. Años en los que el peligro no acechaba y la cordialidad era cosa de rutina. Eran aquellos diciembres en los que se compartía la algarabía por el año nuevo y los augurios de paz y buena ventura con todos los vecinos. Pero la celebración que más ilusión le despertaba a Beatriz Mariana era la de los Reyes Magos. También solía pasear con sus padres por el Parque Lezama, lugar al que la familia iba con frecuencia, no sólo porque en esa zona vivían los tíos de Betty, sino también porque a la niña le encantaba jugar allí.
Llegó para Betty el momento de comenzar la escuela. Fue en el Colegio María Auxiliadora, de Avellaneda. Pero en honor a la verdad y, tal como ella siempre lo confesaba, la escuela no le gustaba demasiado. Ya en su cabecita daban vuelta otras ideas que mucho más tenían que ver con lo artístico que con los libros y cuadernos. Le apasionaba bailar, moverse y gesticular frente al espejo. Y en ese aspecto era verdaderamente imparable. Era una chica traviesa a la que su papá tenía que llamar la atención a menudo, pero a la que jamás le pegó. La mirada de Pedro Torres era tan clara y contundente que, sólo con sentirse observada, la hija captaba el mensaje y sabía que lo que estaba haciendo era incorrecto y debía dejar de hacerlo.
Fue en el María Auxiliadora, precisamente, donde desplegó sus primeras armas artísticas, ya que siempre cantaba en los recreos por pedido de sus compañeras. “Las canciones de Imperio Argentina, a quien yo admiraba mucho y que estaban tan de moda, como “Échale guindas al pavo”, eran las que siempre elegíamos para esas improvisadas actuaciones. Mis compañeritas se ocupaban de los coros, siempre a escondidas de la madre superiora. Eran momentos muy lindos que nunca olvido. También por entonces, una tía me propone sorprender a mis padres con una grabación, algo que estaba de moda en esa época. Lo hicimos en la sucursal de correo de la Avenida de Mayo, donde se grababan unos fonopostales, que eran unos pequeños discos irrompibles, en los que se podía cantar o enviar felicitaciones a familiares y amigos. En este caso, por supuesto, tanto mi tía como yo, elegimos cantar. Me acuerdo que, entre todo lo que había, escogí la partitura de un fado portugués y la de Herencia Gitana”. Ese disco, que fue un regalo para sus padres, aunque nunca adquirió estado público, constituyó su primera grabación y muchas veces se lamentó de no haberlo podido conservar a través de los años.
Pedro Torres también sentía afinidad por lo artístico. Tocaba la guitarra y había formado un conjunto, pintaba, formó una pequeña compañía de teatro a la que dirigía y, como si esto fuera poco, le apasionaba escribir poesía. O sea que, teniendo en cuenta que sus padres tenían un profundo sentir por distintas ramas del arte aunque no lo desarrollaran profesionalmente, no resultaba nada extraño que la hija tuviera la misma inclinación y se empecinara en querer aprender danzas. Luego de mucho insistir con el tema, logró el consentimiento de su madre a quien, por otra parte, la idea no le disgustaba nada. Justamente fue Angélica la encargada de convencer a Pedro y, con su delicado pero firme poder de convicción, pudo arrancarle el tan ansiado sí.
Inscribieron a su hija en la Academia Gaeta, propiedad de Domingo Gaeta, ubicada en la entonces llamada calle Cangallo 1610, donde aprendió las primeras lecciones de danzas españolas y clásicas, y donde coincidió con unas mellizas, muy simpáticas y bonitas, que también tomaban clases de baile. Eran las hermanas Martínez Suárez, a quienes les decían cariñosamente Chiquita y Goldi, las que más tarde serían famosas bajo los nombres de Mirtha y Silvia Legrand. Beatriz siempre recordaba un corso de la Avenida de Mayo, en el que desfiló en una carroza, con un traje de española que su madre le confeccionó especialmente para la ocasión, y en el que también participaron las hermanas Legrand, vestidas con trajes de lagarteranas
Silvia Legrand relata: “Me acuerdo que ella llegó a la academia del profesor Málaga con su mamá, que era una mujer preciosa, muy bonita, y desde el momento que entró ya se vio que tenía luz propia, se notó enseguida que iba a ser una estrella, y así fue. Con el correr de los días se fue perfeccionando. Su voz, maravillosa, se fue acentuando y afianzando cada vez más, a medida que crecía…. Recuerdo cuando nos presentamos en el Teatro El Nacional, para el festival de fin de año que preparaba la academia, ella cantando y mi hermana y yo bailando. Betty tuvo un éxito extraordinario, un aplauso impresionante…para Chiquita y para mí, ella siempre fue Betty, no le decíamos Lolita”. (Febrero 2007)
Beatriz Mariana sentía pasión por la música española sin que nadie hubiera influido en esa inclinación que se dio natural y espontáneamente en ella. El maestro Marcial Málaga, su profesor de la Academia Gaeta, donde en principio sólo asistía para aprender danzas, en oportunidad de hacerle una prueba de canto quedó asombrado. Entonces citó a sus padres y les habló con total franqueza, indicándoles que, a su juicio, esa chica tenía condiciones notables, por lo que les sugirió que no perdieran el tiempo ni las ignoraran. “Tiene ángel. Tiene `maera´. Ha nacido para ser una estrella”, les dijo.
Betty estaba feliz, radiante. Esto era lo que realmente le gustaba hacer. Tenía una soltura y una gracia no común en las niñas de su edad, lo que quedó de manifiesto cuando cantó y bailó para un festival escolar en el Teatro Roma, de Avellaneda. Tenía ocho años. Sin saberlo, sin siquiera darse cuenta, estaba realizando su debut artístico. Su verdadero destino estaba dando las primeras e inconfundibles señales.
A los 9 años tomó la primera comunión en la Catedral de Avellaneda, con un hermosísimo traje blanco, confeccionado también por su madre, que ella lucía orgullosa y feliz.

Beatriz escuchaba radio habitualmente. Un anuncio, en la audición “Nuevas caras para el cine nacional”, que dirigía un personaje con el seudónimo de “La dame de pique”, en Radio Splendid, llamó su atención: se pedían damitas jóvenes para el cine y, para ello, las interesadas debían mandar una fotografía a la emisora. Buscaban a una jovencita y Betty era apenas una niña, pero eso no le parecía más que un detalle sin importancia que no sería impedimento para rogar cuanto hiciera falta. Y tanto insistió y tanto zalamereó a su madre, que fue esta quien, una vez más, se ocupó de convencer a Pedro. La primera reacción del hombre fue una firme negativa, que luego dejaría de ser tan firme frente a la dulzura de Angélica y el entusiasmo de Betty. Estas razones, sumadas a aquellas palabras que escuchara de boca del maestro Málaga indicándole que su hija tenía “maera”, fueron los argumentos convincentes que le hicieron ceder en su determinación.
La fotografía fue enviada y, ante el asombro de los padres, que estaban seguros de que no la llamarían debido a su corta edad, Beatriz Mariana Torres fue convocada para una prueba en Radio Splendid. Betty se hallaba frente a la radio, esperando que dieran a conocer los nombres de las afortunadas que serían requeridas para la prueba. Conteniendo los nervios y la incertidumbre “de pronto, en medio de otros, escuché mi nombre. Parecía un sueño pero, en cambio, era verdad. Daba saltos de tan contenta que estaba y, mientras saltaba, se me apuraban las palabras en la boca sin poder contenerlas, me abrazaba a mi madre que no podía pararme, sin terminar de dar crédito a lo que estaba pasando. Sentí que tenía el cielo tan cerquita que hasta podía tocarlo con las manos.”
Pedro, por su parte, no estaba tan contento como Betty con esta situación. El mundillo artístico le atraía pero le asustaba también. Sin embargo, era imposible no acceder a los requerimientos de su hija cuando veía esa carita plena de ilusión. Concurrieron a la cita los tres. Ni bien la vieron los organizadores del certamen, supieron que no sería seleccionada, pues esa niña era demasiado “niña” para el rol de “damita joven” que necesitaban cubrir. Aún así, un poco por compromiso y otro poco por no desilusionarla bruscamente, le preguntaron qué sabía hacer. La chiquita, muy suelta de cuerpo y con gran seguridad, dijo “Yo sé cantar”. Y cantó nomás. Eligió una marcha muy de moda en aquellos tiempos “Horchatera Valenciana”, que entonó completa y a capella. Cuando terminó, todos los que estaban allí presentes, quedaron perplejos. No podían creer que aquella niñita, de tan menuda figura y apenas once años de edad, cantara de tal manera. En esa ocasión, estaba presente el famosísimo actor Manolo Perales que, al escucharla, se acercó a su padre y le dijo que la llevara al teatro Avenida, donde estaba trabajando el músico y director de orquesta Ramón Zarzoso. Así lo hicieron. El maestro Zarzoso, quien tiempo después aportaría mucho de su rica experiencia a la carrera artística de la niña, quedó conforme de inmediato con la prueba que Betty acababa de rendir. Más tarde fueron convocados los empresarios, quienes al presenciar otra prueba de la pequeña, intuyeron que estaban frente a una futura gran artista, por lo cual decidieron contratarla e incorporarla a la programación de su teatro. La protagonista de esta historia siempre relató de este modo aquellos primeros pasos en el Teatro Avenida. Sin embargo, no sería justo soslayar otra versión, la de Ramón Zarzoso, que da cuenta de aquel inicio artístico de la niña con alguna sutil diferencia. Según el músico, el día que llevaron a Betty al teatro, él mismo le tomó una prueba, y sintiéndose conforme con sus condiciones, la invitó a incorporarse a su grupo de alumnos. Luego de un año de ser su profesor y enseñarle técnicas de canto, e inclusive todo lo relativo a los distintos acentos regionales, decidió hacerla debutar. Más allá de la discrepancia entre ambas versiones, la realidad es que el 8 de mayo de 1942, Betty debutó en el Teatro Avenida, en el espectáculo “Maravillas de España”, en la compañía formada por Pepita Llaser (especialista en jotas aragonesas), Ana María González (cantante mexicana muy famosa) y Lita Enhart. Hasta entonces, Betty sólo había actuado en los festivales de la escuela organizados en el Teatro Roma y Colonial, y en los de la Academia Gaeta, pero aún así hacía gala de nombre artístico: la Maravillita Argentina. Muestra de ello fue un certificado de estudios de esa institución, que la artista conservó enmarcado durante toda su vida, que rezaba “por cuanto la niña Beatriz Torres, `la Maravillita Argentina´, ha concluido sus estudios de danza (…)”. Sin embargo, para su próximo gran debut profesional, se les aconsejó elegir otro nombre, más hispánico y más personal. Muchas eran las posibilidades que se barajaban y costaba decidirse, por lo que se decidió organizar una reunión familiar y se convino que cada uno de los presentes pusiera un nombre en un papelito, los cuales serían mezclados dentro de un sombrero. El tío Héctor, hermano de Pedro, fue el encargado de tomar uno sin mirar y, casualmente, sacó el papel que él mismo había puesto con un nombre elegido para su sobrina. En él decía Lolita. Y desde ese día, y para siempre, con el bautismo del tío Héctor, el nombre de Lolita Torres la acompañaría en cada uno de sus pasos y la haría famosa no sólo en su país sino en otros absolutamente impensados en aquellos comienzos. El gracejo y el acento hispánico brotaban en ella de un modo tan natural que, en un ardid publicitario de los empresarios, se decidió presentarla como una españolita recién llegada al país. La publicidad anunciaba “una revelación de la canción andaluza”. Poco tiempo después sus padres exigieron que se aclarara esa circunstancia y se informara al público la verdadera situación.
El escenario del Avenida la veía irrumpir en él, enfundada en un trajecito andaluz color cereza y con sombrero cordobés. Cantaba “Corre Castañuela”, “Plazuela de Santa Cruz” y “Madrid y Sevilla”, provocando una verdadera ovación del público que disfrutaba de su voz y, también, de su simpatía.
Pero pronto, Lolita Torres, conocería el sabor amargo de la primera desilusión. A los nueve días de haber debutado, fue separada de la compañía. Los empresarios pidieron repetidas disculpas a su padre pero, la figura central del espectáculo, Pepita Llaser, no podía soportar los aplausos que esa niñita le robaba, por lo tanto les “sugirió” que su contrato fuera interrumpido de inmediato. La noche en que Pepita escuchó que una dama del público le gritó a la pequeña cantante “varita de nardo, no te quiebres”, y otra agregó: “eres el Cristo vestido de andaluz”, fue la última en que Lolita formó parte de la compañía. No resulta nada difícil imaginar cómo aquel castillo de ilusiones que la incipiente artista había levantado en su cabecita y en su corazón, se desplomaba repentinamente, sin poder hacer nada por impedirlo.
Sin embargo, una de cal y una de arena, en el Teatro Avenida la había escuchado Pedro Osvaldo Valle, director de Radio El Mundo que era, por aquel entonces, la radio más importante y más escuchada del país. La contrató sin pensarlo demasiado, deslumbrado por la voz de aquella nena que, estaba convencido, sería con el correr del tiempo una exitosa cantante. A los pocos días, Betty debutaba en Radio El Mundo, presentada por Jaime Font Saravia, con público presente, en el gran auditórium de la calle Maipú, acompañada por una orquesta de treinta músicos que dirigía el maestro Dajos Bela, y tocando las castañuelas. Durante nueve años consecutivos seguiría trabajando en aquella emisora, al mismo tiempo que crecía su fama y sus condiciones artísticas se afianzaban. Desde entonces y a lo largo de tantos años de labor radial, se sucederían en las presentaciones, Horacio A. Zelada, José Castro Volpe y nuevamente Jaime Font Saravia. Según la misma Lolita comentara muchos años después, su primer presentador en radio fue Jorge Omar del Río, y aunque ha sido imposible para la autora encontrar testimonio de ese hecho, no puede tampoco descartarse su veracidad.
Refiriéndose a aquellos comienzos de 1942, siendo ya una mujer, la artista recordaba “Era gracioso ver como a la salida de la radio, aquellos muchachos que desesperaban por verme y pedirme un autógrafo, ni siquiera me reconocían cuando pasaba a su lado. Y es que ya sin tacones altos, sin maquillaje y con zoquetes, no parecía ser la misma que todos habían aplaudido momentos antes.
-¿Mamá, cuándo dejaré de usar zoquetes? -preguntaba siempre a mi madre.
-Ya llegará el momento, Betty, ya llegará -me conformaba ella dulcemente.
-Pero mamá, yo quiero que me reconozcan. Yo quiero firmar autógrafos. -me quejaba.
-Betty, sos chiquita todavía. Ya usarás tacos y maquillaje cuando salgas a la calle. Todo llega hija, sólo hay que esperar el momento adecuado –me decía con tierna paciencia.
Pero yo tenía la sensación, igual que todos los chicos, de que ese momento en que una comienza a hacer las cosas que hacen los mayores se hallaba demasiado lejano”.

En una emisión de radio la escuchó cantar un empresario próximo a inaugurar un local en la Avenida Corrientes y Florida. Se propuso contratarla, convencido de que sería un verdadero éxito para su colmao, por lo cual se presentó a don Pedro Torres y entró en tratativas con él y, aunque a este no le conformaban los lugares con mesas donde a la gente, según su criterio más agudo, le importaba más lo que bebía que el espectáculo que tenía delante, el empresario lo convenció garantizándole la seriedad que tendría el reducto, a pesar de ser nocturno, y prometiéndole un digno marco para la actuación de su pequeña hija. Se trataba de “El Tronío”, lugar que pasaría a ser de los más prestigiosos en su género. Luego de la breve experiencia del Teatro Avenida, sería sobre este escenario donde su infantil ilusión jugaría a ser una artista de verdad. Para poner en marcha el preciado anhelo, fue necesario solicitar un permiso especial, ante el Juez de Menores, que la habilitara para trabajar de noche.
En tanto, mientras aquellos sueños que había acunado tomaban formas y colores reales, Betty se preparaba con maestros particulares para rendir el sexto grado libre. Seguía jugando con sus muñecas, a veces sola, a veces en compañía de alguna amiguita. Y paralelamente, su nombre artístico comenzaba a hacerse conocido.
El periodista Aníbal M. Vinelli, para el diario Clarín, del 15 de septiembre de 2002, ofrece una pincelada del contexto en el que comenzaba la carrera de Lolita: “Aquellos principios de la década del cuarenta fueron tiempos irrepetibles, en los que diversos acontecimientos provocaban en la Argentina un verdadero furor por todo lo español. El espectro, muy amplio, abarcaba, siempre a partir de la entrañable herencia del lenguaje común, desde las peleas entre leales y rebeldes (léase republicanos y franquistas) en las puertas del diario Crítica hasta una suerte de sustitución de importaciones. Por la Guerra Civil no llegaban películas de esa procedencia pero sí artistas de primerísimo nivel: a lo largo de los años nombres fundacionales como Miguel de Molina, María Antinea, El Niño de Utrera, Angelillo y tantos.(…)En la mejor tradición de tantas vocaciones Lolita creció, junto con el dominio del oficio, desfilando por incontables tablaos.”

En “El Tronío” la acompañaba con sus bailes Paco Reyes, quien a la vez era director del espectáculo. Asistía al lugar la gente más selecta de Buenos Aires, que se deslumbraba ante esa jovencita de delgada figura que, vestida con trajecito andaluz, capa y sombrero, hacía las delicias del público, con simpático estilo y agradable voz.
Una figura de gran significación en aquellos comienzos de su carrera fue, sin lugar a dudas, el maestro Francisco “Paco” Marrodán, compositor de infinidad de temas musicales quien, adivinando en ella a una artista de gran proyección, la guió y le brindó sus más preciados consejos. Seducido por su voz y simpatía, compuso especialmente para ella un pregón que llevó por título “El caramelero”. Lolita lo entonaba llevando en su brazo una canastita llena de caramelos, que arrojaba al público a medida que cantaba, sumando una pintoresca nota a su actuación. El tema fue un éxito rotundo. El público salía de la sala tarareando la canción y, en la calle, ya comenzaba a hablarse de “el caramelero de El Tronío”. Un dato curioso y lamentable, en cambio, es que a pesar del éxito y la gracia de esa canción, Lolita jamás la llevo al disco. Sólo fue grabado por la cantante María Luján, quien por entonces se hacía llamar artísticamente Teresita de Ávila, con acompañamiento orquestal del propio Francisco Marrodán. Y, si hubo alguien que, a más de sesenta años de los hechos, podía ponerle matices al relato de estas vivencias, ese era justamente `Paco´ Marrodán, de maravillosos noventa y cuatro años, al momento de esta entrevista, quien así relató su experiencia: “’El Tronío´ se inauguró conmigo y yo compuse la marcha característica del colmao. Estaba ubicado en Corrientes 561, y contaba con salas grandes, hermosísimas, tres en total. Al bajar, era una especie de boite, donde sólo se escuchaba piano y violín. En la de más abajo se exponía el verdadero flamenco, y a continuación estaba la sala grande. Tres locales bajo mi dirección musical. Tenía una orquesta grande, de diez músicos, a veces quince, todos ellos de primera línea. Teníamos cantantes, bailarines, cómicos. Era muy importante todo aquello. Hacíamos tres funciones diarias: matinée, vermouth y noche, con los mismos artistas. Asistía muchísima gente, de la más distinguida, para tomar una copa o para cenar. Se lo llamaba `La Catedral del Varieté´ y fue una época en la que reconozco que gané mucho dinero. Cuando Lolita vino a El Tronío, yo mismo le tomé una prueba e inmediatamente la contraté. Compuse para ella `El Caramelero´ y fue un éxito bárbaro. Es una canción inspirada en una imagen que guardaba en mi memoria, acontecida en la estación de trenes de La Rioja, España, país del que procedo. Una fábrica de caramelos enviaba a unas chicas a regalar sus caramelos a las personas que estaban por ahí. Cuando ví a Lolita, con todo su salero, recobré ese recuerdo y le dije `te voy a hacer una canción´. Le pedí a Mariano Llabona que me hiciera la letra y así nació aquel pregón. Ella era muy graciosa para cantarlo y enseguida hizo famosa mi canción. Lolita me quería mucho, nos llevábamos muy bien trabajando y siempre me pedía que la acompañara en otras actuaciones fuera del colmao. Y así era. Hice para ella también un pasodoble “La molinera” y otro pregón, pero el verdadero éxito fue `El caramelero´. Yo también la quería muchísimo porque era muy buena. Y sumamente inteligente. Tenía una voz muy bonita y gran facilidad para la música, todo le resultaba fácil. `El Caramelero´ se lo hice escuchar sólo una vez y ya lo aprendió. Tenía aptitud natural. Era artista por naturaleza. En los últimos años de su carrera, Lolita volvió a incorporar aquella canción a su repertorio. Me llamó un día y me dijo `Marrodán… maestro…voy a poner El Caramelero como primer número. Vaya a Sadaic a cobrar porque lo estoy cantando otra vez” – El músico Paco Marrodán se mostraba orgulloso al recordar esa actitud de Lolita. “Yo compuse muchas canciones a lo largo de mi vida, como por ejemplo `Tengo una vaca lechera´ y también `Mañana por la mañana´, que cantaba Hugo del Carril. Trabajé con el Niño de Utrera y con Miguel de Molina, a quien conocí en un cabaret de Barcelona, y venía a verme actuar todas las noches, siempre lo tenía pegadito a mí. También con Angelillo y con María Antinea, con quien trabajé muchísimo. María Antinea tuvo un problema terrible cuando llegó Lolita a `El Tronío´, porque Lolita `se la tragó´, gustó más. La verdad fue que arrasó con todo, tuvo un éxito colosal. Un día María me dijo, con tono muy firme, `me voy´ y luego, muy preocupada, agregó `pero me quedo sin música…´ Entonces, me puse a escribir las partituras de todo el repertorio que ella hacía conmigo para que se las llevara y pudiera trabajar. Concluyendo, la actuación de Lolita fue un golazo. Tenía mucha chispa, una personalidad bárbara, a pesar de ser tan chiquita. Es que había nacido artista y eso enseguida se nota. Sus padres me apreciaban muchísimo y se portaron muy bien conmigo, completamente desinteresados”. (Enero 2005)

El maestro Gaspar Lozano, de origen vasco, fue también otro de los profesores de Lolita. Él fue quien le enseñó a vocalizar, impostar y respirar correctamente “Pero sucedía también que, aquellas técnicas que aprenden y manejan los cantantes, surgían en mi, espontáneamente. No me costaba nada. Por otro lado –solía explicar cuando, ya triunfadora, se le preguntaba por aquellos comienzos- la inconsciencia y el desenfado propios de la niñez, tan naturales de esa edad, me aportaron un grado de aplomo y seguridad escénica que me fueron de gran utilidad para dar aquellos primeros pasos”.

Los padres de Lolita disfrutaban con verdadera satisfacción al verla desplegar todo aquello que brotaba desde su fibra más íntima. Su imagen crecía día a día y ya la convocaban desde otros centros españoles. Aquel mundo fantástico en el que desde siempre había entrado con su imaginación y con su más férreo deseo, levantaba ahora su telón para que ella, Lolita Torres, entrara a escena con la más contundente de las realidades: su talento natural. Nunca tuvo una explicación lógica sobre el por qué de su inclinación al cancionero español. Y es que las cuestiones de los sentimientos no hallan razones lógicas, simplemente se sienten. “Fue de nacencia, como dicen los españoles” explicaba la misma Lolita, muchos años después, cada vez que era requerida sobre el tema. De sus primeras actuaciones solía contar una anécdota: “Un día le aseguraron a mi padre que el bacalao ayudaba a aclarar y mejorar la voz, además de fortificar las cuerdas sensibles, permitiendo dar notas más altas. Entonces, en una ocasión antes de actuar me puse un trozo de bacalao en la boca y comencé a mascarlo lentamente. Me llamaron a escena y yo estaba tan compenetrada que no noté que entraba en el escenario sin quitármelo de la boca. Sólo me di cuenta cuando empecé a cantar y no sabía que hacer con él. Estaba desesperada, no podía escupirlo, así que lo acomodé como pude a un costado, y seguí adelante con no poca dificultad. Es más, por momentos pensé que no iba a poder continuar”.
Dos nuevas experiencias acontecerían en su vida en 1944. Por un lado, el director Luis Bayón Herrera, luego de verla actuar en El Tronío, la contrata para su película “La danza de la fortuna”, cuyos protagonistas eran nada menos que Luis Sandrini y Olinda Bozán. En el film cantaba dos canciones además de jugar unas escenas con don Luis en las que, por única vez en su carrera cinematográfica, encarnaba a una mesurada villana. Muchos años después, para el diario Clarín, la misma Lolita relataba aquella experiencia: “Esa propuesta para ingresar al cine me provocó una sensación de ensueño. Llegué a la filmación con mamá y papá, vestidita de nena. Porque los trece años de ese momento no eran los trece años de ahora. En la actualidad, las muchachas lucen físicos imponentes; en cambio, en ese entonces yo era una nena. Corrían otros tiempos… En la misma jornada canté los dos temas que se habían seleccionado, que eran los que don Luis y Bayón Herrera me escucharon en el Tronío. Hice primero ‘El gitano Jesús’, calzando trajecito blanco de hombre y sombrero cordobés, y luego ‘Te lo juro yo’, con ropa que había bordado mi mamá, una especie de fantasía andaluza. (…) Estar junto a don Luis y a Olinda en ‘La danza de la fortuna’ fue un gran espaldarazo artístico en mi carrera. Por lo demás, encaré esa participación con una enorme ilusión porque para mí el cine era un mundo maravilloso.”
La danza de la fortuna”, sobre un argumento de Leopoldo Torres Ríos, fue continuación de “La casa de los millones”, por lo que retomó los personajes centrales de esta última: el de la millonaria Fulgencia y su mucamo Florencio Rico, quien se casa con aquella en ‘artículo mortis’ y se dedica a dilapidar el dinero de su mujer. El personaje de Lolita, fue el de La Niña de la Ventera, una cantante que sin disimulos se interesa en el dinero de aquel. La película se estrenó el 13 de abril y se constituyó en un filme “de eficaz comicidad” según sostuvieron las críticas cinematográficas de la época. Aunque esta producción significó el debut cinematográfico de Lolita, tiempo después la misma artista supo confesar que su primera actuación en ese ámbito aconteció en “Bruma en el Riachuelo”, film dirigido por Carlos Schlieper, estrenado en 1942, y en el que participó como extra, luego de ganar un concurso. “Sin embargo -decía sonriente Lolita- sufrí un tremendo desencanto cuando, al ir a ver el estreno junto a toda mi familia y compañeras del colegio, descubrí que no se me veía en absoluto, ya que pasaba desapercibida en una multitud de personas”.

El 15 de febrero del mismo año, Lolita grabó su primer disco -placa de pasta y 78 rpm- con las mismas canciones que cantó en la película. Fue para el sello Odeón y se vendió como pan caliente. Un mes después, el 28 de marzo más exactamente, grababa para la misma discográfica su segundo disco, que incluía la canción “Para el carro” y el tanguillo “María Manuela”.

Fue en el transcurso de este año 1944 cuando realizó su primer viaje al exterior, junto a sus padres, presentándose en el vecino país de Uruguay. Muchos años después contaría sonriendo “Cuando fui a Uruguay estaba tan feliz, que ya me sentía una artista internacional. Debuté en ‘La Mezquita’, que estaba en una calle paralela a la 18 de Julio. Aún muchos recuerdan esa etapa de ‘La Mezquita’. Era parecida a ‘El Tronío’ pero más chica”.
A pesar de su corta edad y su creciente popularidad, seguía siendo una niña o una jovencita ya, de costumbres sencillas, a la que le gustaban las cosas simples y sin estridencias. Sus padres se habían ocupado de que esto fuera así, conversando mucho con ella, enseñándole a no llevarse el mundo por delante y ayudándole a mantener los pies sobre la tierra. “Mi padre siempre me decía `Aún no sabés nada. Para ser una verdadera artista tenés mucho que aprender ´. Pretendía de este modo que yo no tuviera `pajaritos en la cabeza´. Por otro lado, como cantar era algo que hacía desde muy chiquita, lo vivía como algo inherente a mi personalidad, como un juego más de mis pocos años. Entonces no tuve oportunidad de sentirme diferente o mejor o superior a mis amigas. También me inculcaron el respeto por la profesión. Si el arte iba a ser mi camino de toda la vida, tendría que transitarlo con gran responsabilidad y seriedad absoluta”. Aquellas pautas de vida, junto a otras que más tarde irían vertiendo en su espíritu, impregnarían definitivamente su esencia y quedarían grabadas para siempre en su mente y en su personalidad.
Apenas un poco más adelante, le es ofrecido a Pedro Torres un contrato cinematográfico por cinco años para que su hija filme para la empresa Lumiton. El hombre, luego de meditarlo, desechó la oferta. Para Lolita, ávida por continuar incursionando en ese universo de la pantalla grande que tanto le había fascinado, la desilusión fue inmensa y la llevó hasta las lágrimas y la angustia. Si bien confiaba plenamente en todas las decisiones que su padre tomaba, esta fue una determinación muy dura de aceptar porque su real deseo era firmar el contrato y dejarse llevar a ese mágico mundo de los estudios cinematográficos en los que podría ser protagonista de quién sabe qué historias. Sin embargo, don Pedro Torres volvió a exponer sus más sólidos argumentos, explicitando que estaba auténticamente convencido de que no era oportuno para su hija hacer cine a tan corta edad. Tenía la certeza de que la gran ocasión llegaría más tarde, cuando ella fuera un poco mayor. Finalmente, logró hacerle comprender que, de aceptar la propuesta de Lumiton, no surgirían guiones apropiados para ella. “A tu edad ¿qué historias podrías filmar?”, le habría preguntado Pedro a su hija. “No será conveniente para tu carrera, por lo tanto, es mejor esperar”. Y ella, que muy poco cuestionaba a su padre, aceptó la explicación, convencida también de que, una vez más, él no se equivocaba. Ni siquiera se tuvo en cuenta la posibilidad de un contrato más corto ni el análisis de probables guiones. La decisión estaba tomada y el cine debería aguardar una nueva oportunidad.



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