miércoles, 26 de mayo de 2010

PARÉNTESIS VIII



“Perdoná si al evocarte
se me pianta un lagrimón”
(25)

Durante los años de fatigosa lucha para Lolita, mis actitudes hacia ella fueron diversas. Su enfermedad me destrozaba. Saberme impedida de verla o hablarle, también. Yo no adoraba sólo a la artista que desbordaba cualquier escenario sino también, y muy profundamente, a la ‘señora común’ que ella era. Si tuviera que definir mi cariño hacia Lolita, diría que era –y es- un sentimiento de características aproximadas al que siento por mi madre. Así de grande. Así de noble. Sería por eso que, a veces, su silencio me producía tristeza pero tantas otras enojo. Quería verla una vez más, regalarle un gesto de ternura, darle un beso, pero la barrera se había tornado insalvable. Se sucedieron períodos prolongados en los que dejé que mi nombre permaneciera en el olvido, y otros en los que, incapaz de soportar su ausencia, y para aliviar mi propia angustia, me acercaba hasta su nuevo domicilio en la Avenida Las Heras, tocaba timbre, me anunciaba y pedía que alguien bajara a buscar “un presente” para Lolita. Siempre era Martica quien lo hacía. “¿Podés decirme cómo está la señora? ¿Podés entregarle esto, por favor?” A veces era un ramo de flores, otras un peluche o un libro y, en alguna ocasión, agua bendita de la Iglesia de San José del Talar, donde está la imagen de la Virgen María que Desata los Nudos, a quien yo iba a rogarle por la salud de Lolita. En todos los casos, el presente iba acompañado de una tarjeta o carta en las que vertía expresiones cariñosas, además de contarle algún minúsculo pasaje de mi vida. Nunca tenía respuesta. Hasta que en los primeros días de enero de 1999 llegó a mi casa una postal navideña, portadora de buenos augurios para mí y mi familia, de puño y letra de Lolita. Las lágrimas caían de mis ojos sin que pudiera controlarlas. Ningún sonido en mi garganta. Ningún dolor. Sólo lágrimas. Fue la última vez que tuve algo de ella. Muy de tanto en tanto volvía a llevarle algún regalito hasta su casa, por ejemplo en fecha de su cumpleaños o para el día de la madre pero Lolita, seguramente agotada, continuaba enfrascada en un mutismo inquebrantable. Su lejanía, la ineludible falta de comunicación con ella, me producía una espantosa angustia difícil de superar.

El tiempo transcurría y las noticias sobre Lolita nunca eran promisorias. Entonces, a finales de 2001, decidí reflotar un viejo proyecto: en 1996, presa de cierto sentimiento de indignación por los cuatro años transcurridos desde que le prometieran el nombramiento de Ciudadana Ilustre sin darle cumplimiento, decidí ocuparme de los reclamos del caso. Cursé cartas al Concejo Deliberante y a la Legislatura Porteña, y si bien es cierto que siempre me respondieron, aquellas respuestas decían cosas como: “Aquí no es, diríjase a…” Cuando me dirigía adonde me indicaban, me llegaba una nueva carta con una sugerencia similar. Después de muchos intentos de ese tipo, harta de muros burocráticos y actitudes displicentes, permití que me ganaran y abandoné por cansancio.
No había vuelto a pensar en ello hasta que ahora, cinco años más tarde, sentí la necesidad de arremeter nuevamente e intentar la conquista de esa distinción, tal vez porque en el fondo albergaba una pequeña ilusión: proporcionar a Lolita un momento, aunque breve, de felicidad. Pero claro, enterada de que su salud día a día se complicaba más, no me atrevía a arriesgar si, en el caso de lograrlo, sería para ella motivo de alegría o de mayor angustia. No lo pensé demasiado y, una calurosa tarde de aquel diciembre de 2001, fui a visitar a Lole y lo puse en conocimiento de mis fallidos intentos anteriores –que él desconocía por completo-, además de plantearle el deseo de reeditar la iniciativa.
- ¿En serio hiciste todo eso, piba? –me dijo un tanto conmovido.
- Sí, y quiero intentarlo de nuevo, pero mi gran duda es si esto será bueno para Lolita o no.
Lole estaba entre asombrado y emocionado y, supongo que en medio de tanto drama, vislumbró una pequeña luz para alegrar el alma de Lolita.
- Y bueno… dale, piba. Probá. Aunque no creo que te den bola.
Su aval fue suficiente para mí. Motoricé nuevamente las ilusiones, redacté mi propuesta y deseché la idea de enviar cartas o correos electrónicos. Esta vez me presenté personalmente en la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, donde recibieron mi escrito y le asignaron un número de trámite. Tenía esperanzas puestas en esta gestión, pero tampoco tantas. Sabía que la cosa no dependía de mí y que, probablemente, nadie se interesaría en esa solicitud. Pero, gracias a Dios, me equivoqué. Y mucho.
En apenas dos meses recibí un llamado de la Dra. Susana Buscetto, integrante del equipo de trabajo del diputado Guillermo Oliveri, notificándome que el funcionario se había interesado en mi requerimiento. Tuvimos una larga conversación en la que además se interesó por saber ‘de dónde me venía este cariño por Lolita y si yo era de la familia’. El proyecto de Ley, que llevaba el número 0555/2002, seguiría su curso, que incluía el debate en la Comisión de Cultura, votación de la Cámara y aprobación. ‘Sólo el tiempo estrictamente necesario’ me aclaró Buscetto. Ese mismo día me enviaron por fax una carta dirigida a mí, firmada por el diputado, acompañada por el proyecto de ley y los fundamentos, que leí varias veces aquella tarde. Sólo un pensamiento rondaba en mi mente: Lolita se sentiría feliz.
Al día siguiente fui a visitar a Lole con copia de todo lo que me habían enviado. Me senté frente a él, totalmente desbordada de alegría y, mostrándole esos papeles, le pregunté si sospechaba qué era. Lole me miró entusiasmado.
- ¿No me digas que salió algo? ¿De verdad salió?
Los dos estábamos felices. No lo podíamos disimular. Yo, especialmente, no podía contenerme.
Lo primero que me dijo Lole fue que intentaría llevarla al acto para que Lolita recibiera la distinción personalmente, pero a mí la idea me asustó. Enseguida la imaginé sentada en una silla de ruedas, rodeada de micrófonos y cámaras televisivas, con periodistas preguntones, regocijándose morbosamente con su imagen deteriorada. ‘¿Será prudente?’ pregunté tímidamente. ‘Lo vamos a intentar’ -respondió Lole- ‘Y todos los chicos tendrán que estar presentes. No es para menos’. Y claro que no era para menos pero, lamentablemente, en los cuatro meses que pasarían entre esta notificación y la ceremonia de nombramiento, la salud de Lolita entró en una pronunciada recta final.
En medio de esa mutua algarabía observé que, a la vez que conversábamos, Lole tomaba el teléfono, marcaba un número y comenzaba a hablarle suavecito a la otra persona. De pronto, como solía acostumbrar años atrás, le dijo: “Ahora te van a saludar”. Por lo bajo, dirigiéndose a mí, agregó: ‘No le digas del nombramiento todavía, esperemos un poco’. Yo sentí que mis piernas comenzaban a temblar y que mi corazón se anudaba. Tanto tiempo sin verla, sin escucharla… Dios mío… Y ahí estaba mi querida Lolita, con esa voz pequeñita que apenas podía escucharse, con la respiración cortita, pero con esa misma calidez de siempre. Ni bien le dije quién era, su ‘Hola Norita, ¿cómo estás querida?’ irrumpió en mis oídos y me llenó de luz. En medio de la alegría por escucharla, crecía la tristeza de comprobar que esa enfermedad le había robado todo: hasta la voz. Sin embargo, me dominé, disimulé, me mostré natural y empecé a hablarle de cosas mías, evitando hacerle preguntas que la incomodaran. De pronto fue ella quien preguntó:
- Me han dicho que te vas a España ¿es verdad? ¿y adónde irías?
- Si. Creo que sí, Lolita. Lo estamos pensando seriamente, pero no es fácil. Si nos vamos, será a Pamplona, en Navarra.
- ¡Pamplona! La tierra de la abuela Julia… –dijo entre sorprendida y emocionada.
- Si. ¿Vio? Son las vueltas de la vida…
- Las vueltas de la vida… Sí. Eso es.


No pude evitar alegrarme de que supiera algo de mi vida porque eso significaba que a alguien le preguntó o que simplemente alguien le contó, tal vez el mismo Lole, tal vez Aurora Delmar, tal vez la tía Aurora. No lo sabía. No importaba tampoco. Lo que importaba era que Lolita sabía de mí.
Unas semanas antes había sido su cumpleaños. Yo le había llevado, y entregado en manos de Martica, un ramo de rosas, un muñequito que era una estrella de paño blanco, con galerita y moño turquesa, de carita muy simpática, que mi sobrina Noelia había hecho, por pedido mío, muy especialmente para Lolita. Por supuesto, todo iba acompañado con mi habitual tarjeta, y en la de esa ocasión le decía que me gustaría mucho que esa estrella estuviera en algún lugar de su casa donde ella pudiera verla todos los días. Esa tarde de abril, en medio de la charla telefónica, me acordé de aquello y me atreví a preguntarle si había recibido mi regalo y si le gustó:
- Sí. Es muy lindo. Y aquí lo tengo, colgado en el placard, donde lo veo todos los días.
Hubiera querido romper a llorar. La extrañaba tanto, tanto…
Lole me había hecho el mejor de los regalos: volver a hablar con Lolita. Y fue aquel llamado, aquel ratito de cariño retribuido, simplemente una despedida, porque nunca más, nunca más, podría haber nada de Lolita. Muchas veces pensé que, si no hubiera propulsado lo de su distinción como Ciudadana Ilustre, ella habría partido sin que yo tuviera la oportunidad de despedirme, sin haberla escuchado ni una vez más. A lo mejor las cosas no pasan porque sí. A lo mejor las cosas pasan sólo cuando tienen que pasar…

A partir de esa tarde los hechos se sucedieron con una dinámica lógica y pronto me informaron que, con fecha 30 de abril, se había aprobado la Ley Nº 810 que nombraba a Lolita como Ciudadana Ilustre. En ese mismo momento me citaron para conocernos y para determinar las características que daríamos al acto.
Pensar en agasajar a Lolita era algo que me salía del alma sin que me supusiera esfuerzo alguno. Dos cosas se instalaron en mi mente y ya nada ni nadie las sacaría de ahí: haría un video y una canción para ella. Fueron dos meses de mucho trabajo en los que además, cada quince días, acudía a la Legislatura con mis apuntes e ideas que generalmente aprobaban. Por las noches, comencé a revisar videos de películas, programas, premios, fotografías, tapas de revistas, me reuní con otros fans que me ofrecían su propio material porque la idea era seleccionar imágenes con lo mejor y más representativo de cada etapa de su trayectoria y de su vida. Cuando tuve todo reunido, pensado, sólidamente armado en mi cabeza, fui al estudio de un excelente compaginador que supo plasmar exactamente lo que yo quería. Luego de siete horas de trabajo apasionante obtuvimos un video de trece minutos que me dejó tan conforme a mí como a todos aquellos que lo vieron. Yo sólo pensaba una cosa: que Lolita estuviera feliz.
Escribí la letra de un pasodoble. Mi amigo Juan Alberto Baliari, hombre de radio y director de espectáculos -también fan de Lolita- me conectó con un colaborador suyo, Eduardo González, músico y arreglador, que se ocuparía de la melodía. Rocío del Cielo, jovencísima cantante de ritmos españoles, sería la encargada de interpretarlo. Aquella letra brotó de mí con gran facilidad. Pensé primero qué era lo que quería reflejar y supe que la respuesta era ‘nada que sea triste’, mi intención era plasmar lo que Lolita siempre fue en el escenario, su fuerza, su presencia, su estilo inigualable. Era fácil, sólo tenía que recordar y escribir. Sólo eso. La titulé “Lolita de Argentina” y estos son sus versos.

Es tu voz como campanas
de fantásticos cristales
y tu arte es un pañuelo
meneándose en el aire.
Y tu arte es un pañuelo
meneándose en el aire.
Tu mantón, tus castañuelas,
tu abanico y tu sombrero
engalanan tus canciones
con el brillo de un lucero.
Engalanan tus canciones
con el brillo de un lucero.

ESTRIBILLO:
Y es que Lola hubo muchas
pero tú única y divina.
La más grande entre las grandes,
tú, la Lola de Argentina.
Tú, la Lola de Argentina.

El Gitano Jesús baila
tu farruca, enamorado.
La Niña de Fuego bebe
en el cuenco de tus manos.
La Niña de Fuego bebe
en el cuenco de tus manos.
Tan preciosa y tan gitana
se pasea la “Chulona”
porque es Lolita Torres
quien da vida a su persona.
Porque es Lolita Torres
quien da vida a su persona.

(ESTRIBILLO)

Son tus duendes cascabeles
que dos banderas abrazan.
Tú, genial Lolita Torres,
viento, fuego y agua mansa.
Tú genial Lolita Torres,
viento, fuego y agua mansa.

(TARAREO)
Una estrella de oro y plata
en tu nombre se encandila.
La más grande entre las grandes
Tú, Lolita, de Argentina.
Tú, Lolita de Argentina.


El día asignado para el acto de nombramiento fue el 20 de agosto de 2002, en el Salón Dorado de la Legislatura Porteña, y todo resultó, desde el punto de vista organizativo, como estaba previsto. Asistió mucha gente, fue extremadamente cálido y sentido, y trató de suplirse la ausencia de la Ciudadana Ilustre con una inmensa carga de amor que pusieron todos los invitados. Era el reconocimiento a toda una vida, a toda una trayectoria francamente brillante. Pero también, una parte de lo soñado se desencadenó de modo muy diferente a como lo imaginé.
No fue su ausencia lo que me dolía porque, desde un principio, imaginé el evento sin su presencia ya que, por encima de mi propio deseo, lo que más deseaba era protegerla de cualquier avasallamiento que la mortificara. Por eso, para que pudiera disfrutar en detalle de su acto, convinimos con Griselda Vallejo, otra admiradora, que filmaría íntegramente el evento para que luego Lolita lo reviviera en la intimidad de su hogar y lo disfrutara sin necesidad de estar expuesta. No voy a negar que en el fondo de mi alma cobijaba la esperanza de que, pasado el momento, Lolita quisiera verme y yo pudiera, por fin, dejar un beso en su mejilla. Sin embargo no fue así… Mi sueño se desvaneció tristemente. Sentí una gran frustración porque aunque todos me felicitaran por el resultado logrado y aunque sabía por gente cercana a Lolita que ella había estado muy consciente de su designación como Ciudadana Ilustre, circunstancia que la hizo sentir orgullosa y feliz, para mí nada estaba totalmente logrado si ella, justamente en esas últimas horas, había perdido la facultad de disfrutarlo. Lejos de alegrarme por el objetivo cumplido y por tantas satisfacciones recibidas ese día, no podía dejar de sentir una inmensa frustración porque lo más importante quedaba inconcluso.
Al día siguiente me presenté en la Legislatura nuevamente porque la familia de Lolita había sugerido que el diputado Oliveri y yo entregáramos personalmente la medalla y el diploma a Lolita en su domicilio, sin embargo cuando ya estaba todo dispuesto para que el diputado y yo partiéramos a cumplir con tal propósito, un llamado de Lole Caccia dejó sin efecto la misión, pidiendo suspenderlo para otro día ya que Lolita no se encontraba nada bien y esperaban al médico de un momento a otro. Se optó entonces por lo más lógico y conveniente: ofrecerle a Caccia que un empleado de la Legislatura llevara hasta su domicilio todo lo que correspondía a Lolita con motivo de su distinción para que le fuera entregado por su propia familia en el momento que lo considerase más oportuno.
Todos quedamos muy tristes aquella tarde por el frustrado encuentro. Permanecimos un buen rato conversando en el despacho del diputado y fue entonces que Susana Buscetto me dijo:
- Nora, voy a contarle algo. Unos días antes del acto, invité aquí mismo a un amigo mío, compaginador de Canal 9, con cuarenta años de profesión, para ver juntos el video que usted hizo sobre Lolita. ¿Sabe qué me dijo cuando terminó? ‘Hay que tener adentro mucho de una trayectoria, hay que sentir mucho amor, para haber reflejado una carrera tan amplia de esa manera. El mejor profesional no lo hubiera hecho mejor.’
Fue, para mí, un halago importante, un reconocimiento que en el fondo necesitaba porque, a estas alturas, me sentía inmersa en un río de sentimientos contradictorios y con el ánimo bastante maltrecho. Fue parecido a lo que sentí cuando, al terminar la ceremonia del día anterior, se me acercó la actriz Patricia Castell, y tomándome las manos, me dijo: ‘Quiero darte un beso aunque no te conozco, en nombre de nosotros, los artistas, por esto tan grande que has hecho para Lolita.’ O cuando los admiradores me abrazaban y, muy conmovidos, no se cansaban de decirme ‘gracias.’ O cuando recibí los mimos de mi familia y amigos que hicieron que todo aquello pareciera menos duro. En medio de la tristeza por Lolita, esos gestos afectuosos me hicieron mucho bien.

Unos días después, Lolita fue internada en el Hospital Español, muy grave. Los canales de televisión, con sus cámaras apostadas en las puertas del lugar, llevaron a cabo una cobertura importante transmitiendo permanentemente flashes sobre su estado de salud. Entonces sí, llamé a Lole para preguntar por Lolita: ‘Anoche la internamos piba, las cosas no están nada bien’. Desde esa noche, dormía con el control remoto de la televisión entre las manos. Me despertaba varias veces en la madrugada, la encendía, siempre en Crónica TV, esperando ‘no ver’ aquella noticia. Cuando comprobaba que no decían nada sobre ella, volvía a dormirme. Y así, varias veces cada noche.

Aquel sábado 14 de septiembre, cerca de mediodía, mi madre vino a mi casa y, ni bien entró, noté en su cara un gesto extraño. ‘Llamó Griselda’, me dijo. ‘¿Por qué, qué pasó?’, le pregunté. Pero apenas terminé de hacer la pregunta, adiviné la respuesta y mi corazón comenzó a latir muy rápido. ‘Lo que se estaba esperando, hija. Lolita…’ No. No. ¿Murió? ¡Dios mío! La voz apenas me salía. No. No. Lolita… Encendí la televisión rápidamente. Y no pasaron ni cinco minutos cuando los titulares comenzaban a aparecer en los diferentes canales: “Murió Lolita Torres.” Comenzaron los informes que cada uno había preparado, imágenes, canciones, comentarios… Todo era un vacío enorme, un dolor indescriptible.
Marcos estaba trabajando aquella mañana pero, ni bien escuchó la noticia en la radio, vino a casa a verme. Me abracé a él y comencé a llorar, a llorar, a llorar… Lolita se había ido. Ya no sufre. Si. Si. Pero déjenme llorar.

No voy a contar nada de su velatorio ni de su sepelio porque fueron circunstancias demasiado dolorosas a las que se sumaron detalles que no están en la misma línea de mis ideas y valores, por lo que hace mucho preferí olvidar.

Los días siguientes no fueron nada fáciles, veía a Lolita por todas partes y no podía quitarla de mis pensamientos. A veces, sin necesidad de que nadie la nombrara, sin que nada tuviera que ver con ella, su recuerdo se disparaba en mi mente y las lágrimas comenzaban a fluir, silenciosamente. Podía ser mientras cocinaba o mientras comía junto a los míos, caminando por la calle o viendo la tele, y hasta en esas madrugadas en que me despertaba y ya no volvía a dormirme. Muchos días después de su fallecimiento, había acompañado a Marcos al Banco y me quedé a esperarlo en el coche. Cuando terminó su trámite y volvió al auto, me encontró con la cara bañada en lágrimas. Entonces me abrazó y me dijo: “Yo sé que vos tenés que llorar, y mucho. Y hacés bien, llorala. Pero, digo yo… ¿no podrías llorarla todo junto?”. Por primera vez, en muchos días, me hizo reír un poco.

Cuando se cumplió un mes de su fallecimiento fui a llevarle rosas al cementerio. Allí estaba Santiago con su mujer. Vino hacia mí apenas me vio y volvió a repetirme las mismas palabras que me había dicho un mes atrás: “Qué justo entró lo tuyo. Fue la última alegría de mamá y se la diste vos”. Volver a escuchar aquello caló muy hondo. Si de verdad mi amor por ella había servido para proporcionarle una alegría en medio de tanto sufrimiento, entonces daba por cumplida mi misión. Cuando solté las manos de Santiago y me dirigí hacia el nicho, vi la placa dorada que lleva grabado su nombre y, aunque hice esfuerzos por contenerme, no pude evitar echarme a llorar. Tuve que salir del Panteón porque no pude aguantar el dolor. Su nombre, que tantas veces había visto brillando en las marquesinas de los teatros, estaba ahora grabado en el lugar donde nunca hubiera querido verlo.

Afuera había sol. Una voz renacía en mis oídos: “Decir adiós al ayer es un morir de todo mi ser. Como el cristal que se quebró igual igual soy yo. Arrancarte del corazón jamás podré sin un mortal dolor”.
Tenía su voz guardada en mi alma, un montón de recuerdos, un sinfín de emociones, y todo eso nada ni nadie me los podría quitar jamás.


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