miércoles, 26 de mayo de 2010

CAPITULO XV


“Y esa fui yo que al elegir
mi profesión quise arriesgar
y demostrar que se luchar,
que puedo dar mil cosas más
Sin vacilar mi vida doy
a mi manera.”
(22)


Con la misma actitud de entereza que tuvo a lo largo de su vida, se dispuso a enfrentar y ofrecer resistencia a una enfermedad que, sospechaba en principio y confirmaría más tarde, iría minando poco a poco su organismo, brindándole breves y ocasionales respiros, treguas pequeñas, en las que apenas podría rearmarse para reanudar nuevamente la lucha.
La artritis reumatoidea es una enfermedad que produce inflamación en el revestimiento de las articulaciones, causando calor, hinchazón y dolor, tendiendo a persistir durante muchos años y comprometiendo casi todos los órganos. Sigue un curso evolutivo, con períodos de actividad y de remisiones, que conduce generalmente a grados variables de discapacidad. Un mal incurable, cruel, progresivo, que la condujo lentamente a la inmovilidad absoluta y el dolor incesante.
Periódicamente era internada para efectuar una evaluación de su salud. En enero de 1995, reapareció en la vida pública en un homenaje que, en el Teatro Opera, le rindieron los integrantes del “Music Hall de Moscú”. Los efectos de su dolencia y de los corticoides contemplados en el tratamiento eran, para entonces, visiblemente notorios. En oportunidad de esa salida, para la revista Ahora, del diario Crónica, Lolita confesaba: “Pasé momentos muy difíciles y muy duros, porque es una enfermedad muy cruel. La artritis reumatoidea trae dolores muy grandes, que no le deseo a nadie… Había momentos en los que ni siquiera me podía mover por los terribles dolores; ni me quería levantar. Pero tuve el tratamiento de los médicos, el cariño de la gente, el de los míos, que me acompañó y me sigue acompañando… y de gente que ni pensaba, personas que no conozco y que a través de sus cartas me enteré de que armaron misas pidiendo por mí. Eso me emocionó profundamente.” Y las misas continuaron. En agosto de ese mismo año, en la capilla de la Casa del Teatro, se llevaba a cabo una de ellas para rogar por su pronto restablecimiento. También su Club de Amigos, convocó a varias misas con el mismo propósito.
Lolita Torres fue una mujer que siempre antepuso su familia a cualquier otra cosa, el bienestar de los suyos a cualquier inquietud personal, y nada que ella pudiera sentir o necesitar le resultó tan prioritario como lo que pudiera aquejar a cualquier componente de su grupo familiar. Este es un punto en el que los hijos de Lolita -que atravesaron la compleja y penosa experiencia de su madre, fluctuando por distintos estados de ánimo- coinciden sin discusión, al igual que aquellas personas que más la conocían. Es el punto referido a su gran estoicismo, a su empecinada actitud de mostrarse fuerte, invencible, entera por fuera estando rota por dentro. La mujer que no concebía flaquezas y a quien nada la quebraba. Alguien que se tragó siempre lo que sentía y lo que pensaba. Que guardaba la compostura. Que no gritaba. No insultaba. La que no se permitía un estallido. Todos coinciden en que este modo suyo de ser fue, en gran parte, lo que la condujo a una enfermedad tan cruel.
Jorge Luz guarda dos recuerdos de Lolita, uno alegre, otro triste: “Nos conocimos cuando los dos éramos muy jovencitos. Siempre acompañada por su papá, tenía una forma de ser muy especial. Luego cuando se casó por segunda vez, en oportunidad de que nos encontráramos, yo me cuidaba mucho de decir palabrotas, en cambio Lole, su marido, sí que las decía. Una vez, ella me preguntó ‘¿Por qué no las decís, Jorge?’. Yo le dije la verdad, que me daba mucha vergüenza delante de ella. Me dijo: ‘Pero no, querido, decilas tranquilamente. A mí me educaron así y no me sale decirlas, pero me encantan las puteadas’. Nos reímos mucho aquella vez. Igual que cuando vino a un programa que yo hacía en la televisión, con el personaje de ‘la Puyeta’, que era muy divertido, porque empezaba el scketch diciéndole cosas lindas al invitado y después le hacía un cuestionamiento muy loco, disparatado, como por ejemplo, preguntarle a Lolita si era verdad que la habían echado de un estudio porque había robado una cámara, entonces ella tenía que defenderse y ahí se producían escenas muy sabrosas. Fue muy lindo aquello. Es, tal vez, el recuerdo más lindo que tengo con ella. En cambio, el último recuerdo que guardo, es muy triste. Mi hermana Aída, que ahora está en el cielo, junto a ella, seguro que cantando las dos, había tenido el herpes zóster, y Lolita estaba enterada de que Aída pudo curarse. Un día llamó por teléfono buscando a mi hermana pero como no estaba en casa en ese momento, conversó conmigo: ‘Jorgito, estoy desesperada, necesito saber a qué medico fue Aída porque me está pasando lo mismo’. Sentí mucha pena, pobrecita, porque yo la quería mucho, la respetaba mucho también, y en ese momento me di cuenta que estaba muy mal porque ella, que era tan reservada, me estaba contando eso a mí. Ya tenía bastante con su enfermedad, y encima esto. Nadie tiene que sufrir tanto en la vida”. (Febrero 2007)

Lolita permaneció mucho tiempo recluida en su hogar, sin embargo en determinado momento pareció producirse una pequeña pausa en su afección que le permitió realizar algunas salidas. Entre ellas, las relacionadas a homenajes a su persona. En ese mismo año, 1995, fue reconocida con el Premio Podestá a la Trayectoria. El diploma que así lo acreditaba fue otorgado en el Honorable Senado de la Nación. Tres meses más tarde, se hacía entrega del premio en el Salón Libertador del Buenos Aires Sheraton Hotel, en un acto muy emotivo y muy valorizado por los artistas porque los premiados son elegidos por sus pares. Lolita, afortunadamente, pudo concurrir a ambas ceremonias. Recibió el premio de manos de sus hijos y al momento de hablar dijo: “Quiero agradecer a la Asociación Argentina de Actores que haya pensado en mí para este premio, y agradecer esta noche tan feliz, junto a mis hijos, junto a mis compañeros de lucha, en esta carrera tan difícil pero tan hermosa. Que Dios nos ayude a todos para que no falte el trabajo para nadie. Gracias”. Terminó de decirlo con la voz quebrada, profundamente emocionada, en un acto que guardaba diversos significados para ella. Venía de atravesar un período duro y difícil, y aquel acto era como una caricia en medio de tanto dolor. Poco antes, su hija Angélica, preguntada por la enfermedad de su madre, había dicho en un reportaje: “El aspecto positivo que rescato de todo esto, es que la extrajo de su coraza y puede permitirse llorar y emocionarse.” A consecuencia de la enfermedad, en la necesidad de examinar en profundidad su propia vida, y en la búsqueda de todo tipo de recursos que le permitieran sobrellevar su dolencia, aceptó la sugerencia de sus hijos: apelar a la ayuda profesional de un psicólogo, algo a lo que antes jamás hubiera recurrido pero que ahora hasta llegaría a confesar sin pudores. La revista Gente publicó un reportaje realizado por la reconocida periodista René Sallas, con quien Lolita, en un clima intimista, pocas veces logrado anteriormente, se permitió hablar de sus angustias, sus errores, sus miedos: “Yo nunca dejé de caminar. Con mucha dificultad en esos diecinueve interminables meses, pero caminé. Nunca me entregué, aunque los dolores en las articulaciones eran terribles. Llevo dos años de claustro, tipo monja. (…) Se me hincharon las manos, se me hinchó todo el cuerpo. Empezaron a darme corticoides en dosis muy grandes. Fue peor: me puse inmensa. (…) cambié de médico y la artritis empezó a calmarse. Como también tenía una anemia muy grande, no podía hacer un régimen estricto. O sea que tuve un poco de todo. Tuve que dormir sentada bastante tiempo. Llegué a pesar ochenta y seis kilos. Ahora me comenzó un dolor muy fuerte en la columna. Aplastamiento de discos. (…) Estoy haciendo un tratamiento que se hace en Suiza. (…) Ningún dolor es agradable, pero para esto hay que tener una fuerza de voluntad sobrehumana y decir: ‘Yo puedo, yo puedo’. Además está el fantasma de la cirugía, y quiero escaparle porque tengo mucho miedo. (…)Me he vuelto muy llorona. Anímicamente tuve una caída muy grande, me deprimo con frecuencia. No es bueno eso. El temple, el carácter, la fuerza, lo heredé de mi padre (…) Mi psicólogo –porque ahora voy al psicólogo- me dijo: ‘Usted ha sido la mujer maravilla toda la vida, ¿no? Usted nunca lloró ni pidió ayuda, ¿no?’ Y tiene razón. Yo quería ser la mejor madre, la mejor esposa, la mejor artista, y he dejado de llorar cuando tenía que llorar, y siempre decía: ‘Yo puedo, yo puedo’. Y es mentira: no se puede (Ahora llora) Crecí mucho espiritualmente. El dolor, el sufrimiento es una buena forma de crecer. Yo he sufrido mucho, mucho. La gente que lea esto sabrá que no miento. Me sentí muy mal, pensé que el sillón de ruedas era definitivo. Ahora aprendí a disfrutar las pequeñas cosas. (…) También aprendí a decir: ‘Mirá. Ayudame que no puedo’. Pero no estoy arrepentida de mi vida ni de la formación que me dieron. (…)Cuando los hijos empezaron a irse fue terrible. Creo que eso me empezó a golpear. Cosa que disimulé siempre, ¡siendo la mujer maravilla, como soy! (Risas) Salía a caminar y lloraba por la calle. Pero llegaba a mi casa y estaba espléndida”.

Marcelo Ceberio fue el terapeuta de Lolita. La primera vez que la atendió fue en la Clínica del Sol, en una situación de urgencia. Lo hizo por pedido de los hijos de Lolita, especialmente de Mariana que era quien lideraba la atención médica de su madre. La experiencia de este profesional con su paciente ha sido muy intensa y especial, y guarda de ella un cálido recuerdo. Con estas palabras refiere su impresión sobre aquellas sesiones terapéuticas: “La artritis reumatoidea, como toda enfermedad, tiene una cuota importante de improntas emocionales. Cualquier disgusto, crisis, discusión, cualquier evento que pueda incrementar la intensidad emocional, puede favorecer el desarrollo de la enfermedad o acentuarla y aumentar el dolor consecuente. También simbólicamente puede ser entendida como un factor de freno, como una forma de pedido de ayuda sintomático, es decir, pareciera ser que la única forma en que Betty logró ser ayudada fue a través de su enfermedad: ‘No puedo dejar de llorar, Marcelo. Estoy sensible a cualquier cosa. Cualquier cosa por mínima que sea me emociona. Me siento impotente, a merced de los demás, dependiente, eso, me siento débil y dependiente… Las lágrimas salen y salen… Estoy muy angustiada, Marcelo, no puedo más, los dolores aumentan todos los días y los calmantes parece que no alcanzan… Yo nunca sufrí de nada, tuve una vida sana sin enfermedades, viví para mi familia y la profesión… ¿Por qué a mí me toca esto?…’ –me decía.
Tal vez por toda esta situación no encontré una paciente deprimida sino, más bien, notablemente angustiada y triste y con fundamento. Es comprensible: una mujer que siempre fue muy activa, actuando, cantando, filmando, con su casa siempre llena de gente, hijos que entraban y salían, amigos de Lole y suyos, los amigos de los hijos. Siempre había ruido, voces, un piano que sonaba, alguien que cantaba. En contraposición, se enfrentaba ahora con una realidad cruda: ‘Cada uno de mis hijos tiene su lugar, se casaron, hasta se separaron, tengo nietos. Nos quedó la casa muy grande, habitaciones vacías. Ya no actúo ni canto…. No puedo…’
Alguien que siempre estuvo muy ocupada por su profesión y por sus hijos, también se había deslocalizado de su matrimonio, es decir, Lolita brillaba y era la gran protagonista, Lole su marido se sentía en segundo lugar, sentimiento frecuente que emerge de los cónyuges de personas exitosas.
En todo el tiempo de terapia, Betty intentó (y a veces con muchas dificultades) reconocer que podría haber vivido un tanto más relajada y con menos autoexigencia, aunque esa misma exigencia fue la que la llevó a triunfar en muchos aspectos de su vida y a sobrevivir a muchas situaciones de muertes de gran repercusión afectiva. Esas situaciones de duelo -principalmente las muertes tempranas de su madre y de Fito- la marcaron profundamente, pero siempre ella tuvo suficientes recursos en pos de reorganizar su vida. Aprendió también a dejar de ser ayudadora y a centrarse más en sí misma. La enfermedad la instó a pedir, a dejar que la ayudasen”.

Tenía sesenta y cinco años de edad y parecía haberse recuperado lo suficiente como para retomar su carrera, aunque sea de modo esporádico. Su vista también estuvo afectada por la enfermedad, por lo que se sometió a una operación de cataratas. “Siento que nací de nuevo: los colores son distintos, y mi vida también, lo juro”. Decidida a exteriorizar sus sentimientos más hondos, algo que antes no se hubiera permitido, continuaba revelando sus nuevas pautas de vida, los permisos que ahora se otorgaba. Fue con la periodista Silvia Lamazares, con quien abiertamente admitió: “Ahora lloro cuando hay que llorar. Me permito las emociones como nunca antes. Ya no quiero simular más ser la fuerte de esta historia. La vida me dio revancha y la voy a aprovechar”. Por entonces confiaba en el regreso a la música, a través de un disco que planeaba grabar con producción de su hijo Diego. Un nuevo lema para su vida le hacía decirse a sí misma cada mañana “Arriba, a ponerse las pestañas postizas que empieza el día”. Era una consigna de la que aferrarse. “No me las pongo. Es sólo un mensaje que tiro para sentirme bien. Me lo creo. Y acá me ven. De vuelta.” Pero no pudo ser. La enfermedad recrudeció y los dolores, implacables, le impidieron la realización de cualquier proyecto. Aun así, realizó algunas salidas como fueron la reapertura del tradicional reducto de San Telmo, “El Viejo Almacén”, o el estreno de la película “No te mueras sin decirme adónde vas”, pero su vida social estaba prácticamente extinguida.
A finales de 1996 su hijo mayor, Santiago Ezequiel, contrae enlace con una joven brasileña, sobrina del ex presidente João Baptista Figueiredo. La ceremonia se llevó a cabo en la ciudad de Río de Janeiro, y hasta allí viajaron familiares y amigos de Santiago. Lolita quiso cantar el “Ave María” para su hijo y su nuera y logró hacerlo, en uno de los momentos más sentidos de la noche. Una vez más su temple, su gran resistencia, le permitía estar en pie en una circunstancia de gran felicidad cuando la salud no la acompañaba. Ruben Dinardo, “el loco Dini”, gran amigo de Santiago y de toda su familia, comenta lo impactante que le resultó vivir aquella experiencia: “Si hay una muestra cabal de lo que era Lolita, esa fue la del casamiento de Santiago, que fue en Brasil. Un casamiento muy divertido, fantástico, casi como un cuento de hadas, porque todo el entorno era mágico. Nosotros éramos diecisiete argentinos llegados a un sitio maravilloso de Brasil. En la ceremonia, Lolita iba a cantar el Ave María, justamente cuando ya estaba muy enferma. La basílica llena de gente, un lugar con una acústica impresionante. Santiago miraba a su madre y yo miraba a Santiago. Santiago lloraba y yo lloraba. ¿Y cómo no íbamos a llorar? La madre no daba más, se moría de dolor, y ahí estaba, paradita, como si estuviera entera y nada pasara. Santiago pensaba ‘¿cuándo se cae?’. Yo pensaba ‘en dos minutos se cae’. Pero nada. La tipa ahí, ‘clavadita’, cantó el Ave María para su hijo. Después se sentó y participó en la fiesta. Tengo su imagen, en el altar, ¡de pie! cantando y sin desentonar ni una nota. Fue una virtuosa, jamás la oí fallar una nota. Una privilegiada sin duda. Y a esto apunto en todas mis observaciones, a que Lolita no perdía su estoicismo ni aun enferma. Sin embargo, ella hubiera necesitado ayuda, porque algunos le sacaron el hombro cuando más lo necesitaba. Hubiera sido bueno acercarse y decirle ‘vos necesitás ayuda, buscala, pedila, antes de que sea más tarde.’ Y nadie, ¡nadie!, y me incluyo, lo hicimos. No la ayudamos nada. Ella siempre fue la columna vertebral de todo. Y lo fue hasta el último momento”. Dini ha compartido infinidad de momentos con la familia Caccia Torres, de los buenos y de los otros, y esto hace que hoy tenga muchas cosas para contar, además de una mirada muy analítica sobre varios de los aspectos que confluyen en una misma persona. Un hombre que, de cada circunstancia que le tocó atravesar, ha sacado profundas reflexiones. En lo que respecta a la madre de su gran amigo, asegura que todo lo que pueda relatar sobre ella, converge en un mismo punto: el temperamento estoico de Lolita, o Betty, como la nombra él: “En el año 2001 me fui a vivir a Mendoza y cada tanto venía a Buenos Aires, pero por diferentes razones no se daba la ocasión de visitar a Lolita. En uno de los viajes, lo veo a Santiago y le digo que quiero visitarla. Para entonces Betty vivía en la Avenida Las Heras. Antes de entrar, Santiago me pregunta ‘¿cuánto hace que no ves a mamá?’. Y la verdad era que yo llevaba un tiempo sin verla, por eso mi amigo me previno que la persona que iba a encontrar no tenía nada que ver con la que yo conocía, ahora era muy diferente. Entré a la casa, la vi, y claro que la que estaba frente a mí no era la persona que conocía pero, aun así, eso no me impactó en lo más mínimo. Fui el mismo ‘loco Dini’ de siempre. Fue un encuentro muy divertido porque yo estaba inspirado, entonces sacábamos chistes de un lado para el otro, y Betty se reía un montón. Después vinieron Angélica y Marcelo, se sumaron a Santiago y a mí, y todos comenzamos a hacer una parodia tan loca que Lolita lloraba de risa. De verdad, lloraba de risa. Estuvimos una hora y media con ella, haciendo bromas, pavada tras pavada, mezclando cosas y recuerdos. Nunca paramos de reírnos. Finalmente, nos fuimos. Por entonces Betty tenía una enfermera colombiana, Martica. Al día siguiente, me encuentro con Gonzalo Navarro, que también es un amigo de muchísimos años y al comentarle que iba a visitar a Lolita nuevamente, me dijo que él también vendría. Cuando llegamos, nos atiende Martica y me dice: ‘Dinardo, no sabe qué bien le hicieron ayer a Lolita, qué contenta estuvo después’. En un momento dado, Lolita escucha que la muchacha hablaba con alguien y le pregunta quién es. Martica le responde que somos Dini y Gonzalo. Entonces Betty dice: ‘Dejalos pasar, porque esos son mis muchachos, que nunca me abandonan.’ Aquello fue fuertísimo para mí, fue hondo, me dio en el alma. Entramos, y por suerte la hicimos reír muchísimo nuevamente. Fue la última vez que la vi, pero me quedé feliz porque al menos hablé con ella. Aquella experiencia me mostró, una vez más, su temple, la postura de una persona que sabe que va a morir pero que siempre está como arriba del escenario. ‘Esos son mis muchachos que nunca me abandonan” (Dini levanta su dedo índice mientras remarca la palabra nunca, se emociona, sus ojos se llenan de lágrimas, y traga saliva antes de continuar) “Aquella expresión de Lolita fue para mí una cuestión muy importante, algo que era marca de su personalidad, que destacaba por muy firme, muy segura. Los Caccia son pólvora y los Torres cerebrales”. Tras una pausa en su relato, Dinardo se interna con pasión en los caminos de la memoria y rescata varias situaciones que buscan atestiguar sobre el temperamento, según él, inquebrantable de Lolita: “Llegué a esta familia en los años sesenta, cuando Santiago y yo nos conocimos cursando el tercer grado de la escuela primaria. Nunca más nos separamos, la unión fue instantánea. Vivíamos a dos cuadras de distancia y estábamos todo el tiempo juntos, hasta compartíamos veranos enteros, tanto en Pilar como en Mar del Plata. Después mi madre murió y a partir de ese hecho me pegué aún más a la familia de Santiago. Mi padre se dedicaba a viajar, mi hermano se casó, y entonces mi vínculo con los Caccia se estrechó fuertemente. Me convertí en amigo íntimo de la familia, que pasó a ser casi como una familia adoptiva para mí. Con ellos hablo, sufro, me divierto y lo paso muy bien. Todo eso hasta el día de hoy. Cuando mi mamá murió, me acerqué y le dije a Betty ‘vos sos mi mamá ahora’ y ella, con una gran calidez y su infaltable sonrisa, me abrió su corazón. Dueña de un gran oído, sabía escuchar de verdad y tuve grandes charlas con ella. Tenía una suavidad única capaz de transmitirle paz a quien estaba a su lado. A veces creo que a Betty no le alcanzaba el tiempo para todos nosotros porque hacíamos tanto despelote que era imposible manejarnos, sin embargo nunca perdía el buen humor. Llegó un momento en el que había tirado la chancleta, como diciendo ¡bueno, que sea lo que Dios quiera! Sin duda, cuando nosotros éramos chicos, fue una santa, tuvo una paciencia infinita, porque la volvimos loca. Tenía una gran firmeza cuando nos decía algo y no dejaba lugar a duda. Hay cosas que uno nunca olvida. Una tarde, en Navidad, en tiempos en que los negocios cerraban más temprano que ahora, Santiago, Alfredo Jozami y yo estábamos por salir un rato y volver para la hora de cenar. Entonces Lolita nos dice ‘Chicos, por favor ¿me traen un pan dulce de Los Dos Chinos? Pero que sea de Los Dos Chinos’. Y nosotros ‘¡Sí Lolita, quedate tranquila!’ La cuestión es que nos fuimos y volvimos a eso de las siete de la tarde, muertos de risa, pura jarana, con un pan dulce marca pichinga. Se lo damos a Lolita, ella lo abrió, nos miró, sin levantar la cabeza, solo nos clavó la mirada y dijo, suave, pero muy firme “Yo dije Los dos Chinos”. Sólo eso. Ni lo dudamos ni dijimos una sola palabra. Salimos zumbando a comprar el pan dulce Los Dos Chinos. Nos fuimos a San Telmo, donde estaba la fábrica, porque los negocios estaban cerrando. Cuando llegamos también estaban por cerrar y nosotros, desesperados, le decíamos ‘flaco, pará, no cierres, porque me matan! !dame un pan dulce!’. Si no lo conseguíamos, ninguno de nosotros comía en esa casa aquella noche. Ella se había cruzado de brazos y nos miró. No nos dejó opción. Solamente con la vista, y con la postura, nos marcó la única alternativa posible. Son cosas que recalcan una personalidad. El temple de una persona. El mismo temple de ‘éstos son mis muchachos que nunca me abandonan’, la mujer que sabía que estaba muriendo pero que igual quería arreglar los problemas de todos. En una oportunidad, hubo un intento de secuestro hacia Santiago y a mí, que en realidad no era tal, sino que terminó siendo una trapisonda de una de las novias despechadas de Santiago. La cuestión fue que, obviamente, esto llegó a conocimiento de Lolita y de Lole, generando toda una movida impresionante, policía incluida. Se armó un ‘tole tole’ terrible, que por suerte terminó siendo cosas de muchachos, novias, locuras de juventud. Pero todos los pasos previos a descubrir ese final, cuando Lole, Lolita y mi viejo se enteran de la amenaza de secuestro, fue terrible. Para colmo Lolita tenía que irse de gira, algo que ni se le pasó por la cabeza en ese momento, en el que simplemente dijo: ‘Yo no me voy’. El cuñado de Lole, que era comisario, tocó todos los hilos que había que tocar, un despliegue impresionante, para apresar a la gente que había tejido la trama, y todos fuimos a la cárcel en medio de un operativo montado para descubrir quienes eran realmente. Hicieron una especie de redada, nos llevaron a todos presos, y a cada uno nos hacían entrar en una sala donde nos sentíamos como en ‘Casablanca’ o ‘Pasaje a Marsella’. El lugar estaba lleno de humo y había catorce tipos sentados en una mesa, que te miraban fijo, y uno entraba ahí y se moría de miedo. Todo eso para descubrir si era una broma de mal gusto, como sospechaban, o una amenaza verdadera. Estas idas y venidas duraron como un mes. Por suerte, había sido una mentira, una historieta armada por una mina despechada. Lolita nunca se salió de sus cabales. Solamente dijo: ‘Yo no me voy hasta que esto esté solucionado’. Y se terminó. A nadie se le ocurrió discutirle nada. Nadie le dijo pero cómo, tenés que irte, hay una gira arreglada, o cualquier otra cosa. Ella lo dijo de un modo que no hubo lugar a dudas. En cambio Lole era puro alboroto, grito, nervios, que la policía, que el teléfono… Pero volvemos a caer en lo mismo que señalé anteriormente, en la posición de esa mujer, en su temple, su imperturbabilidad, cada vez que comunicaba algo. Cuando hablaba, lo que decía, era una decisión firmemente tomada. Y siempre fue el sostén de todos. Quizás nunca supo expresar lo que le pasaba íntimamente porque no podía permitirse esa distracción, sabía que de ella dependía toda la familia. Nunca pudo permitirse una flaqueza. Y vuelvo a caer en lo mismo, en esa estructura piramidal, en el tronco con ramas muy fuertes, en su mirada penetrante, le salían dos rayos láser que te penetraban. Caigo una vez más en su calidad. En ese estar ahí, clavada, siempre. Aun sabiendo que se moría. Lolita era ariana, y Aries es una cabra que embiste. Mucha fuerza, muy cerebral. Es muy para destacar esto”.

Pocos meses después del casamiento de Santiago, en marzo de 1997, fue sometida a una intervención quirúrgica en la que se le efectuó un reemplazo total de cadera, de la que se repuso favorablemente. Durante ese mismo año, una pequeña tregua en su estado de salud le permitió asistir al estreno de la película “La Furia”, en la que actuaba su hijo Diego, y al debut de Mariana en un espectáculo infantil titulado “Relatos casi disparatados”, en el Teatro Regina. En una clara muestra de adhesión y participación, asistió a la “Carpa Blanca”, símbolo de la lucha entablada por los maestros en reclamo de sus derechos, que fuera instalada frente al Congreso de la Nación y en la que los docentes ayunaban por tandas. Lolita quiso estar presente acompañándoles y regalándoles una canción. Así, se sumó a la larga lista de artistas, escritores, intelectuales, deportistas y representantes políticos de la oposición que visitaron la Carpa Blanca Docente.



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