miércoles, 26 de mayo de 2010

CAPÍTULO XVII


“Hoy que no tengo
más a mi madre
siento que llega
en punta ‘e pie
para besarme… ”
(26)


El desarrollo espiritual es un camino por el que muchas personas constantemente transitan. Algunas lo hacen en menor medida, en tanto que otras no se permiten dar en él ni un paso siquiera. Hacerlo, aceptar que hay cuestiones que le son ajenas a la materia y se corresponden más acertadamente con la zona del alma o del espíritu, nos coloca en una permanente y privilegiada actitud de apertura para recibir determinadas aptitudes –aceptar, perdonar, comprender, asumir, tolerar, soportar- que de otro modo no seríamos capaces de poner en práctica.
Quienes creemos en ello, sabemos con seguridad que la vida no termina en el momento que morimos. Sabemos que hay “algo” más allá, donde el espíritu encuentra continuidad en un espacio infinito y que sólo es nuestro cuerpo lo que muere. Si estamos abiertos a ese pensamiento con auténtica convicción, si permitimos que nuestra receptividad preste su atención a cualquier señal que establezca conexión con ciertos hechos de la realidad cercana, no es nada improbable que hallemos paz a la hora de la propia partida, paliativos para las hondas ausencias y, en muchos casos, respuestas a dudas profundas. Simplemente consiste en darnos lugar a una apertura que nos permita percibir las señales que jamás captarían nuestros sentidos ordinarios.
En su libro “La espiritualidad en el final de la vida”, el psicólogo navarro Iosu Cabodevilla sostiene lo siguiente: “Dentro de la mente sólo están los pensamientos. Es por ello que la introspección mental no es una herramienta adecuada para tomar conciencia del Espíritu. Sólo cuando los pensamientos se sosiegan y calman, emerge de su interior el espíritu. Por tal razón, éste puede trascender a la mente e ir más allá de ella (…) La muerte es el momento en el que la vida deja su forma limitada y limitante de nuestro cuerpo físico. Probablemente la muerte es la más poderosa oportunidad espiritual de toda la vida”.
En el caso de Lolita, se trató de una mujer con una espiritualidad muy desarrollada desde casi siempre. Y no se trata únicamente de su fe religiosa, que la tenía de modo inconmovible, sino de algo superior aún, donde habita la fe pero no de manera exclusiva. Justamente desde esa órbita, la del alma o el espíritu, y la factibilidad de elevarse por sobre lo concreto y real, se inscriben algunas experiencias vividas por sus hijos luego de la pérdida física de su madre.

Santiago Ezequiel se declara muy cristiano, muy creyente, sin que tal condición le impida creer también en otras cosas que se inscriben más acertadamente en el orden de lo esotérico. Relata que ha tenido ciertas visiones espiritistas “Igual que mamá, cuando por ejemplo, dos o tres días después de fallecer mi padre, ella sintió que él la incorporaba, sintió manos que la levantaban, una voz diciéndole ‘no te preocupes’ y un abrazo. Cuando miró hacia la cama de al lado, vio que ahí había alguien sentado. Tuvo varias experiencias similares. Cuando falleció el abuelo Pedro, su padre, en un momento lo vio pasar. Obviamente, mi madre no iba a mentirme en este tipo de cosas porque no tenía ninguna necesidad. Estas cosas le sucedieron. Yo no he tenido experiencias directas con mamá, no la he visto, pero sí las he tenido de manera indirecta".

Fue en ocasión de su debut como cantante de tangos, ocurrido el 10 de diciembre de 2002, cuando vivió una situación muy particular: “Me dijeron que el día antes de la función me presentara en el teatro porque estarían los medios periodísticos para hacerme una nota. En la ocasión me encontré con dos fotógrafos, dos periodistas, mi representante, la directora del teatro y su secretaria. Me ubicaron en el escenario y el resto de las personas estaban en la primera fila. Por supuesto, todo el teatro vacío. Comenzó el reportaje, me preguntaban sobre mi vida en Estados Unidos, mis vivencias, el tango, que por qué, que para qué. Hasta que de pronto, la mujer que me estaba reporteando me dijo ‘bueno, ahora quiero que me hables de tu mamá’. Por entonces, yo tenía aún la herida abierta y no podía hablar. Me quedé paralizado. Bajé la cabeza esperando tragar saliva porque sabía que si decía una sola palabra me echaba a llorar. Me quedé mudo. Se me empezaban a caer las lágrimas. Trataba de respirar profundo. De pronto, miré hacia delante y vi que la directora se levantó, muy apurada, y se fue casi corriendo. Cuando pude hablar le expliqué a la periodista que mamá era mi luz, mi guía, pero que prefería no hablar de ella porque aún no lo tenía superado. La periodista inmediatamente comenzó a llevarme por otros temas. En mi cabeza permanecía la imagen de la directora levantándose y marchándose repentinamente, de un modo tan extraño. Terminó la nota, nos despedimos todos y yo me dirigí hacia la calle para irme. Cuando estaba saliendo sentí que alguien me agarró desde atrás y me sobresalté, me di vuelta y vi a la directora. Aproveché a comentarle que me había llamado la atención el modo en que abandonó la sala. ‘Sí -me dijo- Es que no sé cómo decírtelo. ¿Podríamos pasar a mi despacho? Hay mucha gente aquí.’ Una vez en el interior, me dijo: ‘Mirá Santiago, yo soy creyente, soy cristiana, y de ninguna manera soy una demente, pero pasó algo muy raro y te lo tengo que decir. Cuando estabas en el reportaje y te hicieron la pregunta sobre tu mamá, atrás tuyo se prendió una luz celeste. Era como un aura en tu espalda que se reflejaba atrás y se desvaneció enseguida. Yo lo vi y la miré a mi secretaria, y mi secretaria, a su vez, me hizo un gesto como diciendo ¿qué fue eso? No fue un foco porque estaba todo apagado y, además, no hay focos celestes. Los únicos que hay son rojos o blancos. Y lo que salía de tu espalda era una luz azul celeste. Cuando vos levantaste la cabeza de nuevo, se esfumó. Justo en ese momento pudiste empezar a hablar. Perdoname, pero te lo tenia que decir. Vos pensá lo que quieras, que yo estoy loca, que divago… pero te lo digo porque quiero que sepas que tu madre está en ese escenario y que te va a ir muy bien y que te va a acompañar.’ Eso fue algo que me impactó mucho porque creo que esas cosas existen, suceden. A mí me resulta ridículo pensar que ‘esto’ sea todo, que uno pase por la vida, se muera y listo. Una persona vive y va acumulando sabiduría, experiencia. Me cuesta aceptar que acumulemos todo ese capital para luego perderlo sin más. Aunque se nos deterioren las arterias, la piel y todo lo demás, yo creo que la otra parte, la espiritual, no muere. Se transforma, pero no se pierde. Con mamá siempre hablábamos de estos temas, de lo religioso, lo místico, lo esotérico, lo espiritual, casi más que de lo carnal".

Angélica también mantenía conversaciones con su madre relacionadas a este tipo de temas. Ambas compartían las mismas inquietudes y creencias al respecto. Siente muy cercana la presencia de su madre y recurre a ella cada vez que la necesita: “Aproximadamente dos meses después de que mamá falleció, fui a buscar un vestido que había sido suyo porque tenía una fiesta y quería ponérmelo en esa ocasión. Todavía estaba Martica en la casa, la señora colombiana que la cuidó. Así que le conté por qué estaba ahí y luego me dirigí a la habitación y comencé a buscar y a probarme ropa, porque mamá tenía muchas cosas bonitas. De pronto Martica me dice ‘Mirá qué lindo este saco’. Era una prenda de Enrika, una modista que mamá tuvo durante mucho tiempo. Pensé en probármelo más tarde porque en realidad lo que yo buscaba era un vestido. Pero Martica insistía. Y tanto insistió que al fin me lo probé. Me quedaba perfecto. Entonces pongo las manos en el bolsillo y noto algo duro en su interior. Era un papel. Me encontré con una nota que mamá le había escrito a mi abuela, su madre, en la que le hablaba de que volverían a verse. Le decía que se encontrarían en la eternidad en un abrazo infinito, una cosa muy poética y muy elevada, un nítido mensaje de reencuentro. Es un folleto de propaganda que conserva la marca de una taza de café que seguramente mamá apoyó sobre él antes de escribir. La fecha es cercana al nacimiento de mi hijo Pedro, el mayor. Seguramente, lo escribió en un bar y luego lo guardó en el bolsillo. Les hice fotocopias a mis hermanos y yo me quedé con el original, que guardo en mi mesita de luz. Lo curioso o anecdótico es que justo lo encontrara yo, porque con mamá teníamos charlas muy frecuentemente sobre la vida después de la vida, Eran charlas íntimas, profundas y habituales, porque las dos creíamos en que hay algo después de la muerte. Será por eso que a veces siento una conexión verdadera con ella. Esa nota podría haberla encontrado Mariana, pero ella es más reacia y se asusta mucho con esos temas. Que esa nota viniera a mí fue una clara señal de la conexión que existe entre mi madre y yo. Mi abuela falleció en Mar del Plata y yo, que viví ahí y que atravesé instancias muy duras en esa ciudad, tuve algunas experiencias muy fuertes en relación a mi abuela sin haberla conocido, cosas en las que sentía su presencia, y que por supuesto le contaba a mamá. Un día, cuando ya estaba muy enferma, se me acercó y me dijo ‘Te regalo este anillo que fue el del compromiso de tu abuela con el abuelo Pedro, y que tiene unos ochenta años’. Me lo dio por todas las cosas que yo sentía de mi abuela y porque siempre digo que es mi ángel de la guarda.
Siento la presencia de mamá permanentemente y dialogo con ella, le cuento mis cosas, mis dudas y, si estoy alerta, si estoy abierta, encuentro la respuesta donde menos lo espero, por ejemplo cuando enciendo el televisor y aparece alguien que dice justo lo que necesito escuchar. O, quizás, cuando en un libro que estoy leyendo surge un párrafo que encierra toda una respuesta a mis preguntas. Es ella, que de algún modo me está contestando. Me pasa con frecuencia. Mamá me acompaña y permanentemente recibo sus mensajes. Sólo es cuestión de estar alerta para captarlos. Y a mí eso no me cuesta nada”.

Marcelo se confiesa extremadamente sensible desde la pérdida de su madre pero también con franca predisposición para vivir las cosas con verdadera pasión. Le quedó la enseñanza de que va a morir porque esto es parte del camino, algo que antes no podía ver de esa manera. Ahora perdió el miedo. Vive su vida intensamente, sin distracciones, porque comprendió que todo está hecho para todos y cada uno de nosotros. Marcelo recuerda también instancias muy difíciles que le tocó compartir con su madre. “Su último año de vida fue muy duro. Mamá ya estaba desprendida y murió cuando quiso. Fue ella quien bajó la persiana. La noche previa a su muerte, estando entubada, quiso hablarme pero yo no le podía entender. Entonces cerró los ojitos, me le acerqué, y le dije bajito al oído ‘basta, ya está, dejalo, basta mami, así no’. A la mañana murió. Fui el último que la vio con vida. Y el primero que la vio después. La sacaron en una camilla, veía que la tocaban y lo primero que pensé fue ‘por fin se sacó este cuerpo de encima’. Su carita, su expresión, por fin eran de tranquilidad. Al principio me costó mucho pero luego la dejé ir. Ahora dejo que me sorprenda y, sin dudas, me sorprende. Fui a trabajar a un pueblo de Misiones. Estaba muy cansado y tenía que ir a una escuelita en el monte, pero el cansancio me superaba y entonces pensé en dejarlo para el día siguiente. Había viajado a Mendoza, luego a Córdoba, de ahí a Paraná, me sentía sucio, agotado, con ganas de darme un baño y acostarme a dormir. Filmaba la historia de una escuela y sabía que allí me estaban esperando, pero el cuerpo no me daba, pensé en decirles que mejor iba por la mañana. Sentía la boca seca, estaba muerto de sed. Entonces me dije ‘bueno, Marcelo, tranquilo, tomate algo y descansá'. Estaba contemplando el río, una vista hermosa de esas aguas, justo frente a Brasil, un lugar que se llama El Soberbio. Pasa una mujer, me mira y me saluda: ‘Buenas ¿qué tal? ¿Quiere escuchar música?’. Le sonrío, respondo con otro saludo y le digo que sí, que quiero escuchar música. Entonces pone la radio y arranca “Por el río Paraná aguas arriba navego…’ La voz de mamá, hablándome del río, lo invadió todo. Fue impresionante. Increíblemente conmovedor. Entonces, cuando pasan estas cosas, uno tiene una certeza tan grande en el ser, que no hace falta explicárselo ni a uno mismo. Sucede, ahí está, sólo es cuestión de recibirlo. La vida nos habla todo el tiempo. Probadamente hay un diálogo y hay que percibirlo. No vinimos a esta vida por nada ni por tan poco. Hay mucho más.
A veces nombraba a su mamá. Cuando se iba durmiendo parecía desvanecerse, y entonces la nombraba. No era que la llamaba. La nombraba como si la estuviera viendo. Una noche estábamos en el hospital, en una de sus tantas internaciones, y recientemente había muerto el tío Héctor Torres, el mismo que le puso el nombre ‘Lolita’ y con quien, junto a la tía Aurora, habían sido tan compañeros en los últimos tiempos. En un momento la llevaron para hacerle una resonancia. Ella no podía estarse muy quieta porque no se sentía segura en la camilla. Mientras esperábamos comenzó a agitarse. Entonces entré y le dije al tipo si podía hacer pasar a mi madre y apurar el estudio porque ya no daba más. ‘Si no, la llevo de nuevo al cuarto’, le dije. Yo estaba casi llorando. El tipo me tranquilizó, buscó al enfermero que tenía que ayudarle y aceleró las cosas. Cuando volví al lado de mamá, le agarré la mano y, en medio de una respiración muy honda, me dijo ‘No sabés qué bien está el tío Héctor, ¡está de bien!’. Pasaron muchas cosas de esa índole con mamá. Por eso es que uno tiene la certeza de que se elevaba por encima de su propio dolor, y que esa cualidad fue la que le permitió soportar lo que soportó. Mamá había desarrollado algo más. Al final estaba ciega, sin embargo nos miraba. Y esto era así aunque pueda parecer imposible. Mi vieja es algo así como mi amuleto de la suerte. Mi hija también”.
Mariana tiene muy claro que su madre no hablaba determinados temas con ella porque sabía que era muy miedosa. Lolita sabía sobre qué asuntos podía hablar con cada uno de ellos y su hija está segura de que la cuidó y la preservó cuanto pudo de las angustias que producen temas cruciales como la muerte de los seres queridos o la existencia o no de una vida posterior: “Si mamá me hubiera dicho ‘yo sé que me voy a ir’ no sé qué hubiera pasado conmigo…Un día que se descompuso, se descompensó, y en ese momento yo estaba en un ensayo. Marcelo nos empezó a llamar a todos porque el pronóstico era muy grave. A Marcelo le dijo ‘me voy, creo que me voy’. Se abrazó a él y él la serenó. A veces pienso que digitó hasta quién estaría a su lado en un momento así.” Unos tres días antes de morir Lolita, Mariana quedó embarazada de Juan, su hijo menor, y se enteró de ello veinticinco días después. “Entonces yo estaba muy mal, muy flaca, con ataques de pánico, realmente mal. La soñé a mamá, sentada en un sillón, diciéndome ‘dame ese nieto, por favor’. Me lo decía en un tono como pidiéndome que me cuide. Mi hermana Angélica me dijo que era un mensaje, que mamá me pedía que me cuidara, que comiera, porque ella quería ese nieto y que, además, si me había dicho ‘nieto’ es porque sería un varón. Y así fue, nació Juan. Era una tipa muy profunda, muy culta, de una espiritualidad muy elevada. Conmigo no podía hablar de algunos temas porque sabía que yo me moría de miedo, pero estoy segura que antes de morir se conectó con sus padres, que estuvieron cerca y ella los vio. Lo sé por cosas que presenció Marcelo mientras cuidaba a mamá. Por un lado esto me tranquiliza porque sé que el día de mañana, cuando llegue mi momento, volveré a verla. No estoy sola. Ya no estoy sola. En ese momento, el de la propia muerte, que despierta tanta fantasía y tanto miedo, mi mamá va a estar cerca de mí”.

Diego, el hijo menor, hizo varios recitales en el Luna Park mientras su madre estaba internada, lo cual le permitía verla a diario en el hospital. Justamente cuando viajó a Colombia para dar un concierto, se produjo el deceso de Lolita. Ya había realizado las pruebas de sonido cuando el médico que la atendía lo llamó y le anunció que luego de un paro cardiaco Lolita había fallecido. Diego sintió que el mensaje era “Hay que seguir adelante, aunque yo me vaya, vos seguí cantando.” Está absolutamente convencido de que fue así. “Mamá era muy espiritual, aunque no lo demostraba demasiado. Tenía mucha fe y una gran percepción sobre los demás. Tuvo una serie de acontecimientos muy significativos, no casuales sino causales. Yo tuve una vivencia muy particular en una de sus internaciones. Fue en el Sanatorio Colegiales, donde ya había estado en terapia intensiva unos meses antes. Ahí, en la terapia, había dos familias: una que estaba justamente al lado, con un chico de catorce años que tenía una aneurisma y habían logrado salvarlo. Los padres estaban con una casa rodante viviendo en la esquina del sanatorio. La otra, una chica de alrededor de treinta años que había quedado en coma al dar a luz. Estaba toda rapadita, con toda la familia a su lado, en lo que era una situación verdaderamente impactante. Siempre nos cruzábamos. Al cabo de unos días, mamá mejoró y le dieron el alta. Luego pasaron unos meses y sobrevino otra internación. Le habían armado a mamá un cuarto especial. Por la tarde, en uno de los pasillos del sanatorio, me cruzo con uno de los camilleros que conocía de la vez anterior, lo saludo y le pregunto por el chico de catorce años, me dijo que estaba bien aunque tendría una medicación de por vida. Pregunto por la chica y me informa que falleció. Por otro lado, nosotros veníamos elaborando con el psicólogo el hecho de liberar a mamá, porque era una guerrera tan grande que no se soltaba, entonces él nos decía que le quitáramos presión para que ella pudiera irse. Estábamos reunidos en la cafetería de la esquina, tipo once de la noche. Cada uno de los hermanos fuimos a saludar a la vieja, y yo quedo último. Mamá estaba como jadeando. Entonces le digo ‘bueno mami, relajate, quedate tranquila’. Y en eso observo que mira muy fijamente a alguien. ‘¿Qué pasa mamá?’ le digo. ‘Ahí está la chica’, me dice. ‘¿Qué chica?’ le pregunté. ‘La que estaba internada al lado mío’. Yo me había enterado esa tarde de que había muerto pero ella no lo sabía. ‘¿Y está bien?’, le pregunté. Volvió a mirar y sonriendo me dijo ‘Sí, está bien’, y se volvió a desvanecer. Yo me quedé con un nudo impresionante, todo desarmado, no sabía qué hacer. Fue uno de los últimos acontecimientos fuertes… En ningún momento se había hablado en su presencia de lo que tenía otro paciente.
Yo hablo mucho con ella, trato de buscarla analizando las cosas. Cuando sucede algo me pregunto qué pensaría ella, que haría en esta situación, como reaccionaría, cómo la resolvería. La encuentro en señales todo el tiempo, ya sea por alguna cosa que me pasa, por alguna música, por alguna persona que encuentro y me dice algo que guarda relación con lo acontecido. También, siempre antes de cantar, en una pequeña oración que hago previo a salir al rodeo, en que la tengo presente y le pido que salgan bien las cosas, que ante los imprevistos que puede tener un show en vivo, no me pierda disfrutar por un error y que pueda dar lo mejor de mí para la gente. Tengo una medalla y un rosario que ella me dio y que siempre van conmigo. También una foto que me dio una señora de un club de fans de Uruguay. Hace unos años fui a cantar y apareció una señora, divina, en el hotel y me dijo ‘tengo esta foto de tu mamá, del año cuarenta y pico firmada por ella. Yo me voy a morir y esta foto se va a perder. Quiero que la tengas vos’. Y desde entonces la tengo conmigo”.

En lo personal, y como autora de este libro, no me asombran los episodios relatados por los hijos de Lolita porque también creo que la vida continúa más allá de la muerte física, donde hay un lugar, un espacio, en el que habitan las almas, lo no carnal o como guste llamársele, y donde podemos reencontrarnos con lo exclusivamente espiritual. Diferentes situaciones vividas por mí misma, y por seres muy cercanos, así me lo hacen creer. En lo que a Lolita concierne, baste como muestra el sueño relatado en “Palabras de la autora” que constituye, sin duda alguna, un claro mensaje suyo como respuesta a mi pedido de que me enviara una señal.


Mucho se ha dicho en estas páginas y, seguramente, mucho habrá quedado sin decir. Lolita Torres ha sido una mujer que no pasó desapercibida para quienes saben mirar hondamente a las personas permitiéndose encontrar mucho más de lo que la superficie deja ver. En quienes pertenecieron a su íntimo entorno ha dejado un baúl repleto de enseñanzas y valores, un impresionante caudal de amor que, tal como cada uno de ellos relata, trasciende lo común, lo simple, lo periférico, para internarse en los más recónditos espacios del corazón, el espíritu y la memoria.

Como artista, no fue más que una prolongación de lo que era como mujer: un ser íntegro, con gran sentido de la ubicación y respetuoso de los demás. De perfil bajo, detestaba las estridencias. Su voz lo abarcaba todo con una calidad sublime. Aquella autodefinición de “no soy más que una señora que canta” mucho tenía que ver con su concepto de la vida, pero en cuanto a sus aptitudes artísticas le quedaba extraordinariamente exigua.
Su impronta quedó grabada de modo indeleble en todos aquellos que la hemos querido. Afortunadamente, podemos recuperarla a través de sus canciones y sus películas, desde donde con su voz y su figura continuará encantándonos a su manera.


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