miércoles, 26 de mayo de 2010

PARÉNTESIS II

“Cuando tu alegre música suena
la oscura noche de luz se llena
y te siento muy cerca de mí
y te escucho soñando feliz.”
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En aquellos años ‘60 comencé también a reunir fotografías de Lolita que aparecían en diarios y revistas desechando los reportajes, algo de lo que algunos años más tarde me arrepentiría muy seriamente. En 1968, una situación muchas veces soñada se haría realidad y cobraría para mí una significación incalculable. Era el año de “Según pasan los años”, en el teatro Avenida. Cuando leí por primera vez el anuncio del inminente debut teatral, allá por el mes de julio, mi mente se sintió desbordada por los pensamientos que, alborotados, me anunciaban que podría ver a mi admirada estrella muy de cerca. Pasarían sin embargo algunos meses antes de que mis padres pudieran llevarme y “el gran día” llegara. Unas semanas antes que yo, una compañera del colegio fue a ver a Lolita al teatro y me advirtió que, en un determinado momento, mi estrella entraba en escena caminando desde el fondo de la platea, por el pasillo de la derecha, muy cerquita del público, y subía al escenario de la mano de Rodolfo Salerno, luciendo un hermoso vestido blanco. Yo estaba feliz y muy ansiosa por ir de una buena vez al Avenida. Cuando llegó aquel día de septiembre en que mi padre fue a comprar las entradas, supliqué por enésima vez: “Papá, no te olvides: primera fila y pasillo de la derecha, por favor”. Las entradas se sacaban con cinco días de antelación y fueron aquellos los cinco días más interminables de mi historia.
Mamá y papá tenían un almacén que funcionaba en un local ubicado delante de nuestra casa. Los días de descanso eran los martes y ese fue el día elegido para una salida de tamaña envergadura. Cinco días más tarde yo cumpliría doce años y estaba recibiendo por anticipado el mejor regalo que hubiera podido desear.
Estaba nerviosa y expectante y no lo podía disimular ni controlar. El viaje en auto parecía no terminar jamás. Sin embargo cuando, sin que nadie me advirtiera que habíamos llegado, se descubrió ante mis ojos la fachada del Teatro Avenida, el nombre de Lolita anunciándose a toda luz y color, más todo el esplendor de un mundo de bambalinas y candilejas que no conocía pero que había imaginado hasta el cansancio, mi corazón daba saltos en el pecho y parecía querer salirse de su encierro. Llevaba conmigo el álbum con fotografías por si acaso pudiera pedirle un autógrafo, cosa que consideraba bastante improbable. No sabía cómo funcionaban estas cuestiones así que, pensar en acercarme a ella y conseguir su firma, me resultaba un hecho tan poco factible como que el hombre llegara a la luna. Pero, claro, no podía sospechar que menos de un año después el hombre caminaría por aquellos lejanos suelos lunares.
Mi mirada, absolutamente perpleja, recorría cada detalle de aquel lugar, no queriendo perderse nada: fotografías, afiches, discos, banderines, todo aquello me resultaba impresionante. Un sin fin de indescriptibles emociones se desencadenaban en mi interior y me tenían totalmente maravillada. De pronto, una persona a la que sólo conocía a través de las revistas pasó por delante de nosotros y se dirigió a la boletería.
-Huy, miren! -dije asombradísima a mis padres- ¡El marido de Lolita!
Entonces sucedió algo que no esperaba, algo que seguramente mi madre tenía pensado hacer sin habérmelo anticipado. La vi caminar con paso decidido hacia la boletería y luego de hablar con Lole Caccia, volvió hacia nosotros, satisfecha y feliz. Se había presentado al esposo de Lolita solicitándole que yo pudiera saludarla y ella me firmara un autógrafo.
-Ningún inconveniente, señora. Al finalizar la función, esperen en el hall. Mi señora sale por ahí y con mucho gusto saludará a su hija y firmará su álbum- fue la respuesta de Julio César Caccia.

La función comenzó. La música de la obertura llenaba todos los rincones y el aplauso del público complementaba su compás. Cuando Lolita apareció en escena ese aplauso se volvió atronador. Un millón de hormiguitas invisibles caminaban por mi cuerpo. Yo no podía dar crédito a su presencia, me parecía todo tan mágico como irreal. Y, a medida que el espectáculo transcurría, mi fascinación iba en aumento. Las piernas me temblaban sobre la butaca en la que estaba sentada, saltaban, sin que lo pudiera evitar. El despliegue de aquella comedia musical me impactó profundamente. A mis pocos años, no había visto jamás algo así. Nunca olvidaré las escenas de la lluvia o la del barco que se alejaba en pleno escenario. Las luces, el vestuario, los vivaces colores, la música, la voz de Lolita viajando desde una copla hasta una canción de Palito Ortega. La cercanía. La fantasía. Lo real.
Cuando llegó la famosa y esperada escena en que ella venía caminando por el pasillo de la derecha, con un espectacular vestido de época, tomada del brazo de Rodolfo Salerno, apenas si pude levantar los ojos para mirarla. La fuerza de su figura, su imponencia, superaba ampliamente mi voluntad. Todo aquello era superior a mi universo, demasiado fuerte para mi corazón.
Al finalizar, salimos hacia el hall del teatro dispuestos a esperarla. Mis padres hacían comentarios sobre todo lo que habíamos visto y me hacían preguntas, pero a mí me costaba un gran esfuerzo hablar. Sólo emitía monosílabos mientras apretaba fuertemente mi álbum de fotografías, con los dos brazos, sobre mi pecho.
Tras una espera considerable, la vimos aparecer junto a su esposo y otras personas más. Tenía puesta una capa de paño color beige y botas altas. Me asombró mucho lo muy maquillada que estaba porque no sabía aún que los artistas, en teatro, debían maquillarse con exceso para resaltar sus rasgos y que sus gestos pudieran distinguirse desde la platea. Había mucha gente esperando para saludarla y pedirle autógrafos pero Lole Caccia apenas nos vio, le habló a Lolita y nos señaló, como dándonos prioridad. Ella me miró sonriente. Yo, sin decir nada, le entregué mi álbum.
-¿Cómo te llamás? –me preguntó.
Y, sin dejar de sonreír, escribió en la primera hoja: “A Nora, con todo cariño, mi recuerdo. Lolita Torres”. Me lo devolvió y me dio un beso. Yo estaba atónita, deslumbrada, absolutamente incrédula a pesar de estar ahí.

El tiempo siguió pasando. En aquel año terminé la primaria y al siguiente comencé el bachillerato. Seguía coleccionando fotos, reportajes, discos. También, muy tímidamente, le escribí dos o tres cartitas, con escritura muy típica de niña, que envié a la joyería que Caccia tenía en la calle Suipacha. Soñaba con una respuesta pero sabía que no la tendría. Y, por supuesto, no la tuve.
Llegó el momento de mis quince años. Un mediodía, cerca de la hora de almorzar, estando en el comedor de casa, observé que mis padres y mi hermano me rodeaban. Los miré a los tres, interrogante, sin entender qué pasaba. Entonces Osvaldo, mi hermano, muy serio, me dijo
-Nori, mirá, llegó este sobre. Parece ser de una persona especial pero… no sé… vos, tranquila. Mirá que a lo mejor es una broma de algún tonto. No te ilusiones. –y puso el sobre en mis manos, en tanto me miraban expectantes los tres.
El sobre estaba escrito a máquina. Y el remitente decía “L.T. -Juncal 1316-Capital Federal”, que era la nueva dirección de la joyería del esposo de Lolita. Yo estaba cautelosa, quería abrirlo pero también sentía temor de que se tratara de una broma de mal gusto. Por fin, cuidando de no romperlo, lo abrí. Adentro había una foto de Lolita, en blanco y negro, hermosísima, en la que podía leerse “A Norita, en sus quince años, con mucho cariño, Lolita Torres”.
-Es de ella! Es de ella! –gritaba yo- Es su letra.
-¿Estás segura? Pará. A ver si algún tonto te está haciendo un chiste.
-No. No. Es su letra. Ahora vas a ver.
Y fui corriendo a buscar el autógrafo que me había firmado en el teatro tres años atrás para que pudieran comparar la letra y convencerse.
Otra vez la madre de mi amiga Marta había sido la gestora del hecho. Nuevamente llamó a Lole Caccia, le contó que yo cumplía los quince años y le solicitó que Lolita me enviara una fotografía. Yo estaba loca de alegría y no encontraba palabras para agradecer lo suficiente aquel inesperado regalo.

Unos cuantos meses después se me ocurrió buscar su quinta en Pilar, “Molino Blanco”. Siempre veía fotos en las revistas de toda la familia en ese lugar. Quería robarle cinco minutos solamente y saludarla. Sólo la había visto una vez y ya había pasado muchísimo tiempo. Le insistí a mi hermano lo suficiente como para que aceptara y un domingo de diciembre salimos rumbo a Pilar, en su Chevrolet 400. También se sumaron a la “expedición” mi madre, mi tía y Marta. Llegamos a Pilar y mi hermano comenzó a preguntar a cuanta persona se cruzaba en el camino “¿Sabe usted dónde está la quinta de Lolita Torres?” Algunos “No, ni idea". Otros, “Sí, vaya por aquí derecho y luego doble hacia la izquierda…” Finalmente preguntó en una estación de servicio. “Sí, señor, ellos cargan aquí”. En ese lugar nos indicaron el camino que nos faltaba recorrer y que no era tanto. Llegamos sin ningún problema. Y, a pesar de mi incredulidad, ahí estábamos, estacionados delante de Molino Blanco, frente a la tranquera y, observando unos metros más adentro, el pequeño molino que tanto había visto en las revistas. Entonces, una vez más, me inmovilicé. “Huy, ¿y ahora qué hacemos?” Todos rieron en el auto. Pero yo lo preguntaba de verdad.
Los cinco bajamos del coche, pero yo me quedé muy pegadita a él, junto a mi tía y a Marta. Sólo mi mamá y mi hermano se acercaron a la puerta de entrada y llamaron decididamente. El cuidador se acercó lentamente, preguntando quiénes éramos y qué deseábamos. Luego de la correspondiente explicación, el hombre sonrió cálidamente y nos comunicó que “Los señores asistieron a un sepelio pero llegarán de un momento a otro. Quédense y esperen en el auto, ellos vienen luego hacia aquí. Estén atentos a un Mercedes Benz azul”. Eso fue lo que hicimos. La inminencia de su llegada me generaba una sensación de alegría y ansiedad tremenda, pero también un estado de nerviosismo que no podía manejar. Tenía temor de molestarla, de importunar. Sentía vergüenza de hablarle.
Pasó mucho tiempo, no sé exactamente cuánto, y no había ni señales de los Caccia. Yo estaba muy nerviosa y de pronto dije “vamos”.
-¿Qué?!!! -dijeron todos, muy asombrados e incrédulos.
-Eso, que nos vamos. Me quiero ir.
-Pero si ya estarán por llegar –me contestaron.
-No importa. Vamos, por favor.
Nadie entendía nada de mi actitud y, en el fondo, yo tampoco. Mi hermano arrancó el auto y emprendió lentamente el camino de regreso. Las calles eran de tierra. Cuando habíamos hecho apenas dos o tres calles, muy a lo lejos mi hermano divisó una polvareda levantada por un auto y exclamó:
-Allá vienen. Son ellos. Es un Mercedes Benz azul.
Esperó a que pasaran delante de nosotros para comprobar que no había error y, sin esperar respuesta de mi parte, que estaba como tonta según él, se pegó a ellos en el camino de retorno a la quinta.
Cuando llegamos, bajaron otra vez mi mamá y mi hermano, y encararon a Lolita que ya estaba por traspasar la puerta de entrada, en tanto Lole cerraba el auto, supongo yo que un poco asustados por aquel coche que los había seguido durante un tramo.
-Lolita, Lolita, por favor. No se vaya. Es sólo para que mi hermana la salude.
Los dos dirigieron la mirada hacia nosotros y tras comprobar que, efectivamente, teníamos aspecto de familia normal, sonrieron y se dispusieron a dedicarnos unos minutos.
Yo me acerqué lentamente, con todos mis álbumes, le di un beso y no creo haber dicho mucho más que un “Hola Lolita”, al menos al principio.
-No sé si recuerda a mi hija, pero ella la admira mucho –dijo mi mamá, como queriendo ayudarme a hablar.
-Si, si, ya sé –dijo Lolita.
Intercambiamos algunas palabras, frases cariñosas, de deslumbramiento por mi parte, de simpatía por parte de ella. Me firmó cada uno de mis álbumes y cuando nos despedimos me dijo: “Escribime cuanto quieras. A mí tus cartas no me molestan para nada. Al contrario”.
Yo le había escrito apenas dos o tres cartas hasta ese momento pero, a partir de ahora que ella me lo pedía, ahora que sabía que no le molestaba, comenzaría a hacerlo más asiduamente y me esmeraría en que mis cartas estuvieran tan bien escritas como ella merecía. Comprendí, además, que sería el único modo de hacerme conocer un poco. No quería que ella pensara que yo sería de esas admiradoras que molestan, se entrometen o tienen actitudes incordiosas. Quería que tuviera la certeza de que, si bien la admiraba y quería mucho, por sobre todas las cosas mi sentimiento se construía sobre la base del respeto.
Pasarían muchos años, muchos, y cada vez que hablábamos de este tipo de cosas con Lolita y Lole, ellos siempre me decían: “¿Te acordás cuando te apareciste con tu hermano en Pilar?”. Nunca jamás olvidaron ese hecho y Lole, en particular, solía recordármelo a menudo o contárselo a alguien que estuviera compartiendo el momento con nosotros, con una gran sonrisa y hasta acariciando mi cabeza en un gesto de ternura.
Unos meses después de lo de “Molino Blanco”, le escribí a Lolita y le conté que estaba próxima a cumplir dieciséis años. Lo hice sólo por contarle cosas mías, sin esperar respuesta de su parte. Sin embargo, el día antes de mi cumpleaños, un señor enviado por el matrimonio Caccia, se apersonó en mi casa y me hizo entrega de un paquete que, por su formato, permitía adivinar el contenido. Era el disco long play de la obra “Según pasan los años”, y una tarjeta escrita por Lolita saludándome por mi cumpleaños. Aquello era demasiado para mí y no hallaba palabras para agradecer tanta felicidad. Estaba shockeada. Esa mujer me resultaba extraordinariamente fenomenal.

Si bien la adolescencia trajo a mi vida nuevos gustos, nuevas inquietudes y muchos cambios como sucede a todos los adolescentes, las cuestiones relacionadas a Lolita permanecían inalterables en mis predilecciones. Y ni qué decir de mi escala de valores. Cuando cumplí los quince años comenzaron los primeros bailes, las primeras salidas en grupo de amigos, veíamos recitales de moda, jugábamos partidas de bowling, y todas esas cosas propias de la edad. Siempre escuché, y escucho, todo tipo de música: Sandro, Sergio Denis, Creedence, Abba, Bee Gees, Bárbara Streisand, Fito Páez, Charly García, Queen, Luis Miguel, Serrat, Sabina, Lerner, Valeria Lynch, Tina Turner, tango, folklore, salsa y bolero. Pero la admiración hacia Lolita siempre, absolutamente siempre, fue algo diferente para mí, y a su alrededor giraban casi todas mis circunstancias. Cada vez que la escuchaba cantar sentía que, con su voz y sus canciones, pulsaba las cuerdas más íntimas de mis emociones. Lo demás, todo lo demás, no tenía su dimensión.

En noviembre de aquel 1972 hizo un recital en el Luna Park, donde además le entregaban una condecoración por parte del gobierno español. Fue un espectáculo hermosísimo. Yo, que la había visto sobre un escenario, en directo, sólo una vez, estaba fascinada. Recuerdo que sobre él se lucían varios arreglos florales y que ella caminaba de un lado a otro mientras cantaba. Había detrás un piano y dos o tres guitarras. Esa es la imagen que, aunque borrosa, tengo guardada en mi memoria. Y algo más: su marido caminaba por debajo del escenario, sacándole fotos a su mujer desde todos los ángulos posibles. Yo estaba impresionada. Ese hombre, me dije, además de su esposo, es su fan.

(Cuando me reuní con Lole, a comienzos de 2005, a una distancia prudencial de la muerte de Lolita, le pregunté:
- ¿Usted, fue cholulo de su mujer?
- Y…a la fuerza. Yo nunca fui cholulo de nadie, sólo de ella, después que la conocí.
Le cuento entonces mi recuerdo del recital del Luna Park, cuando él llamó mi atención porque la fotografiaba incesantemente, pero Lole no lo recuerda. “Sin embargo -me dice- no me extraña nada”´. Y sonríe como buceando en viejos recuerdos).

Cuando el recital terminó, lo saludé a Lole y él me llevó hasta Lolita. Le entregué un tubo con tres rosas rosadas, mi tarjeta personal y mi número telefónico, en la que había escrito algunas palabras cariñosas. Tenía la ilusión de que me llamara pero era solo una ilusión. Sin embargo, un día de diciembre, apenas dos semanas después del Luna, el teléfono sonó en mi casa trayendo una voz muy querida por mí. Conversamos un buen rato y, de a poquito, iba conociendo a Lolita, su forma de ser y pensar, y vislumbraba que no era una persona propensa a llamar por teléfono a cuanto admirador se cruzara en su camino. Comprendí, entonces, que tenía para conmigo una deferencia especial. Me sentía muy feliz, muy orgullosa y sobre todo muy agradecida.

Pasó casi un año para el próximo encuentro. Fue un recital en el Teatro Astral, en noviembre del 73. Recuerdo que cuando cantó “Los Nardos”, llevaba una canasta con flores en el brazo y las iba arrojando al público. Me levanté y caminé hacia el escenario, extendí la mano y ella, al verme, me entregó un clavel. Aún lo conservo, seco, entre las páginas de uno de mis álbumes. Apenas terminado el recital, me encaminé hacia el hall de la sala para poder verla. Entonces fue cuando Santiago, su hijo, me vio. Yo no sabía muy bien cómo es que él me conocía pero la cuestión fue que se acercó y me dijo: “Vení conmigo, así saludás a mamá”. Me llevó hasta un lateral del escenario y comprobé, con gran asombro, que Lolita aún estaba ahí. Sucedió que, ante el aplauso ininterrumpido e insistente del público, tuvo que volver a salir. Se aprestaba a realizar otro bis, cuando presencié entonces una escena que me resultaba nueva ya que nunca había visto una actuación suya desde adentro. Lolita se persignó tres veces antes de que el telón se abriera nuevamente. Aquel gesto, del que luego sería testigo infinidad de veces, me conmovió profundamente, quizás porque se trataba de una escena no artística, sino íntima y privada, que me permitía apreciar a “mi estrella” desde otro lugar. No recuerdo cuál fue la canción del bis, pero sí recuerdo, en cambio, aquella postal conformada por Lolita cantando y el público, visto desde mi sitio preferencial, en segundo plano, embelesado, escuchando primero y aplaudiendo después. Cuando Lolita salió de escena, me vio. “Hola, querida, ¿cómo estás?” dijo. “Bien, muy bien. Me gustó mucho su recital”. Le entregué mis rosas rosadas otra vez y me fui, más que feliz, confirmando mi admiración por esa gran artista que para mí era.
Pasaría nuevamente poco más de un año. Un recital en el ex Centro Lucense fue la oportunidad para verla y escucharla cantar. Sin embargo, en esta ocasión, por el tipo de ámbito del que se trataba y la gran cantidad de gente que había, me fue imposible acercarme a saludarla.


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