viernes, 28 de mayo de 2010

TAPA y CONTRATAPA



"Lolita Torres,


a mi manera"



- Biografía de una dama y un relato entre paréntesis -


por Nora Pascua


Registro en la Propiedad Intelectual:

NA-341-08 - del 23/06/2008
Navarra - España
Foto de tapa: José Luis Massa





- SOBRE EL LIBRO -

Lolita Torres ha sido una de las figuras más importantes de la escena nacional y de las más queridas y respetadas por el público.
En estas páginas vamos a recorrer su vida y trayectoria artística llevados de la mano de su autora quien, siendo su admiradora desde muy niña, llegó a conocerla y ganar su cariño. Desde ese lugar de privilegio, el de “observadora en primera fila”, nos permite revivir la vida de esta querida artista y, en nostálgica retrospectiva, narra desde su nacimiento hasta el último día de su vida. Iremos desde su debut en el Teatro Avenida hasta el último concierto en el Teatro General San Martín. La notable apertura musical que la llevó desde la canción española hasta el dúo con Charly García, pasando por su unión con Ariel Ramírez, el tango, el folklore y la música internacional. La radio. El cine. Las giras. El éxito en la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Los discos. La televisión.
En el plano privado sabremos sobre sus padres, su niñez, la juventud, su primera boda, el primer hijo. La viudez. El segundo matrimonio. La llegada de más hijos. Su gran amiga. Sus ideas. Sus valores. Su admirable temple ante la adversidad. La enfermedad. La muerte. El mensaje que dejó a sus hijos.
Muchos son los testimonios que aportan una pieza para armar el “puzzle” completo de esta figura ciclópea del espectáculo nacional. Algunos de ellos son: Julio C. Caccia, su marido, Santiago, Angélica, Marcelo, Mariana y Diego, sus hijos; Selva Alemán, Jorge Barreiro, Beatriz Bonnet, Eduardo Bergara Leumann, Víctor Heredia, Raúl Lavié, Nati Mistral, Maya Plisetskaya, Osvaldo Requena, Jaime Torres, Enzo Viena, y muchos más.
Pero además, Nora Pascua va un poco más allá cuando nos cuenta en capítulos paralelos titulados “Paréntesis” sus propias vivencias con Lolita, lo que sintió y lo que vió, siempre ubicada en aquel lugar preferencial que la misma Lolita le otorgó: el de su cariño. Y lo hace con una emotividad singular de la que es imposible desprenderse. La cronología artística es una copiosa fuente de información en la que podremos recuperar y reconstruir buena parte del espectáculo nacional, recuperando nombres y títulos probablemente olvidados. En cuanto al rubro fotográfico la autora se preocupó por recopilar las fotografías que señalan momentos puntuales de la vida y trayectoria de la artista, logrando de esta manera que tales imágenes, algunas emblemáticas y tantas otras inéditas, sean una biografía en sí misma.
Hoy es imposible recordar a Lolita Torres sin que un gesto de ternura se nos dibuje en el rostro. Por eso, para aquellos que no quieren olvidarla y para los que no la conocieron pero desean hacerlo, se hospedan estas páginas en Internet que harán posible transitar su biografía libremente. Hoy y siempre.



© 2010, por Nora Pascua


índice

miércoles, 26 de mayo de 2010

ÍNDICE


DEDICATORIAS

PALABRAS DE LA AUTORA

CAPÍTULO I

CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

CAPÍTULO IV

CAPÍTULO V

PARÉNTESIS I

CAPÍTULO VII

PARÉNTESIS II

CAPÍTULO VIII

CAPÍTULO IX

PARÉNTESIS III

CAPÍTULO X

PARÉNTESIS IV

CAPÍTULO XI

PARÉNTESIS V

CAPÍTULO XII

PARÉNTESIS VI

CAPÍTULO XIII

CAPÍTULO XIV

CAPÍTULO XV

PARÉNTESIS VII

CAPÍTULO XVI

PARÉNTESIS VIII

CAPÍTULO XVII

CRONOLOLOGÍA ARTÍSTICA: PRESENTACIONES PERSONALES

CRONOLOLOGÍA ARTÍSTICA: RADIO

CRONOLOLOGÍA ARTÍSTICA: FILMOGRAFÍA

CRONOLOLOGÍA ARTÍSTICA: DISCOGRAFÍA

CRONOLOLOGÍA ARTÍSTICA: TELEVISIÓN

CRONOLOLOGÍA ARTÍSTICA: DISTINCIONES, PREMIOS Y HOMENAJES

BIBLIOGRAFÍA

AGRADECIMIENTOS

INDICE DE CITAS Y TESTIMONIOS

FOTOGRAFIAS


DEDICATORIAS



A Lolita Torres,
a su duende,
a su luz que no se fue.

A mi madre por todo lo que es
y a mi padre porque vive en mi corazón.

A todos los que formaron parte
del
Club Amigos de Lolita Torres
y que tanto saben de profundas emociones,

A María Ofelia Fussaro, fan de Lolita,
que me honró con su amistad
y desde alguna estrella comparte mi loco sueño.

A Elba Pettinarolli, Irma Martin, Huguito

Montastruck, Daniel Osán, Alicia Ferreyra
y Marila Zanardelli. fans y amigos
que marcharon tan pronto.

A aquellos que la amaron,
a los que aún la recuerdan,
a quienes no la conocieron

pero quieren conocerla,

les dedico estas páginas
que intentan reflejar a la gran artista
y mejor persona que fue
Nora



Índice

PALABRAS DE LA AUTORA


“Y un ángel hace pie
en mi corazón”
(1)

Cuando habían pasado dos meses del fallecimiento de Lolita, un amigo me sugirió que debía escribir, casi ineludiblemente, la biografía de esta artista. La idea no era descabellada porque, en el fondo, yo siempre había pensado en hacerlo. En mis tiempos de adolescencia, imaginaba que Lolita viviría muchísimos años llegando a ser muy abuelita y que, casi seguramente, estaría retirada de toda actividad artística. Dentro de esa escena, me veía a mí misma, convertida en una señora mayor que además de ser una buena amiga suya, era también su admiradora. Solía imaginar que, en el living de su casa, sentada en un cómodo sillón, esta dama exquisita me relataba pormenores de su vida que yo volcaría en un libro biográfico. Ahora, en cambio, su desaparición física cambiaba absolutamente el escenario de mi sueño, desarmándome por completo. Aunque sabía que era lo mejor para ella porque ya no sufriría, no podía evitar que una tristeza infinita se apoderara de mí, por lo que pensar en escribir sobre ella y encarar un proyecto de tamaña envergadura me resultaba simplemente, imposible
Al cabo de un período de aceptación de su muerte, volvió a aletear a mi alrededor la idea de plasmar en papel todo aquello de lo que yo tanto conocía. Sin embargo, fueron muchas las contradicciones que surgían en mi interior Me preguntaba si a Lolita le hubiera gustado que escribiera sobre ella y, como no hallaba una respuesta segura, retrocedía en el intento. Así sucedió en varias ocasiones.
Una tarde de enero de 2004, abrigada por un sol esplendoroso, salí a caminar a orillas del río Arga, en Pamplona, ciudad de España en la que estaba viviendo desde hacía casi un año. Miraba el cielo, que se ofrecía particularmente celeste, en una de esas postales de invierno que invitan a respirar profundo para guardar adentro ese imponente aroma a naturaleza pura. Pretendía encontrar algo de Lolita en aquella infinitud. Buscaba su rostro, su mirada, la calidez de un gesto suyo. Quería encontrarla porque necesitaba una respuesta. Entonces, me decidí a planteárselo directamente. Le dije: “Mire Lolita, yo no sé qué hacer. Si usted está de acuerdo con que yo escriba su biografía, hágamelo saber de algún modo. Deme una señal, por favor.”
Al poco tiempo, ya de regreso en Buenos Aires, y con todos mis álbumes de Lolita a mano, resultaba una tentación irresistible retomar la escritura. Sin embargo, no podía desterrar las dudas recurrentes. Hasta que una noche tuve un sueño, un sueño que nunca olvidaré y que, aún cuando desperté, me hizo sentir muy extraña. Era una sensación muy fuerte y muy conmovedora. En el sueño, veía a Lolita, lindísima, con el cabello corto y con un estilo similar al que tenía a mediado de los años sesenta. Estábamos en un lugar muy amplio y muy, pero muy, luminoso, con paredes, piso y techo en un gris perlado sobre el que la luz se exaltaba aún más notablemente. Lolita estaba de pie, apoyando apenas su brazo izquierdo en el único mueble existente, parecido a un mostrador, pero más alto. Yo, estaba ubicada más abajo, tal vez sentada, delante de ella (y qué curioso fue eso, porque esa es la posición en que más veces la vi en mi vida: ella más arriba, en el escenario, y yo más abajo, sentada en la platea.) Yo no decía ni una palabra, sólo la miraba expectante, y ella, con una actitud muy firme, con una mirada muy penetrante (que pude sentir en el sueño), con un gesto muy característico de su rostro y sus manos, y señalándome con el dedo índice, me dijo “Ahora, vos podés hacerlo”. Muy marcadita cada palabra, con mucha fuerza, pero sobretodo acentuando el vos. Nada más. Eso fue todo. Cuando desperté no terminaba de creerlo. No podía levantarme de la cama, tan shokeada como estaba. “¿Será casualidad? ¿Cómo puede ser que me responda tan claramente?” Pero al rato de pensarlo y analizarlo, comprendí que aquello, efectivamente, había sido la respuesta que tanto le pedí. Su permiso. Su señal. Ahora sí, sin ninguna duda, yo iba a escribir su biografía.
Durante los tres primeros años en que trabajé sobre esta idea, con sus idas y vueltas, pensé que su título sería “Genio y figura”, un nombre que a Lolita le gustó cuando se lo sugerí para un recital. Pero luego caí en la cuenta de que estaba contando su historia de vida y su trayectoria artística, además de mis propias vivencias, desde un lugar privilegiado que otorga no sólo el conocimiento de un tema sino, también, el amor y el respeto. Entonces -me dije- este libro se llamará como su canción, la que fue casi su himno personal, y del mismo modo en que lo estoy escribiendo: “Lolita Torres, a mi manera.”

Nora M. Pascua


Índice

CAPÍTULO I


“Sé que este mundo quedó en mi pecho
con sus muñecas y sus abuelos....
El amor me lo guardó con su ternura.”
(2)



María Angélica Coton y Pedro Torres habían noviado poco menos de tres años, con un noviazgo como eran los de entonces, es decir, formales y con unas cuantas reglas a cumplir sin la más ínfima posibilidad de salirse de ellas. El joven visitaba a la novia, de quince años recién cumplidos, los días previamente establecidos por los padres de ella y, tal como era la costumbre de la época, jamás se quedaban a solas. Pedro había visto a esa muchacha casi todas las tardes, en la puerta de la casa de la calle Juan Bautista Paláa 244, de Avellaneda, cuando volvía de su trabajo. Cada día, al emprender el camino de regreso hacia su hogar, le ganaba la ansiedad por volver a verla y, como cada día también, ella estaría allí, casi por descuido, aguardando verlo pasar. Pedro supo enseguida que ese sentimiento era verdadero así que, finalmente, tomó coraje y se presentó ante Gregorio y Mariana Coton, los padres de la joven, para solicitarles permiso para noviar con su hija. Angélica y Pedro se vieron en esa casa durante el tiempo que duró su noviazgo y fue allí donde comenzaron a entretejer los primeros sueños para un futuro compartido. Él era telegrafista en Ferrocarriles Argentinos, un trabajo bien visto que, por entonces, aportaba cierta estabilidad laboral y económica. Al cabo de un tiempo, los novios decidieron casarse y consolidar el amor que el paso del tiempo había afianzado. Meses más tarde, Angélica le anunció a su esposo que estaba embarazada, una noticia que los llenó de felicidad pero que no dejó de preocupar seriamente a Pedro, ya que sabía de la delicada salud de su mujer. Siendo muy jovencita, Angélica debió someterse a una intervención quirúrgica en la que le fue extirpado el bazo. Desde entonces su hígado trabajaba obligado a una mayor exigencia y su salud requería sumos cuidados. Por esta razón, los médicos le habían sugerido la conveniencia de no tener hijos, ya que su organismo debilitado podría verse comprometido. Mujer al fin, no pudo doblegar aquel inmenso deseo de tener un hijo y prolongar en él el amor que la unía a su marido.
Cuando aquel otoño de 1930 apenas comenzaba a insinuarse, más precisamente el 26 de marzo, a las 14.30 horas, nació Beatriz Mariana Torres. Vino al mundo en un parto normal y lo hizo en la casa de los abuelos de la calle Paláa, tal como era habitual en aquellos tiempos. Tenía una carita bien redonda y los ojitos achinados. Y a pesar de que su mamá tuvo alguna complicación cuando se produjeron las temidas hemorragias, todo pudo resolverse felizmente. Sin embargo, ahora sí, la indicación médica era incuestionable: Angélica no podría tener más hijos. No les preocupaba tampoco. El deseo estaba cumplido y se sentían felices, sabían que desde ahora sus vidas cambiarían para siempre; en cambio, lo que no sabían es que cambiarían tanto, y de tal manera, como ninguno de los dos podía siquiera imaginarlo.
Beatriz había nacido muy sanita aunque con una particularidad que, en principio, preocupó muchísimo a sus padres. Traía en su llegada al mundo, seis deditos en la mano y seis en el pie, ambos del lado izquierdo. Luego de evaluar la situación, los médicos aconsejaron que lo más conveniente sería operar enseguida y así lo hicieron. La niña se repuso sin inconvenientes de la intervención quirúrgica que, por otra parte, no dejó ningún tipo de secuela, más allá de un par de cicatrices. Muchos años después se conocería una anécdota que tanto tuvo de premonitoria. Aquél médico que recibió a la beba y detectó sus deditos de más, vaticinó a la flamante mamá “Señora, esta criatura tendrá un destino especial. Será muy aplaudida y jamás la morderá un perro rabioso”. Como podría comprobarse años más tarde, sus dos profecías se cumplieron puntualmente.
La niña se llamó Beatriz porque ese era el nombre de la protagonista de la fotonovela que Angélica estaba leyendo, y tanto le había gustado el nombre del personaje que quiso que su hija se llamara igual. Mariana, en cambio, fue elegido en honor a la abuela materna. De esa manera, fue bautizada en la Basílica de Nuestra Señora de Luján.
Betty, tal el diminutivo por el cual la nombraban, crecía sin sobresaltos en un hogar cálido y en un clima de muchísimo cariño. Sus padres le daban amor y cuidados, lo mismo que sus abuelos. Su mamá era quien generalmente la consentía, su papá el encargado de poner los límites, ya que era hombre de formación estricta y formal.

La depresión económica mundial repercutió en toda América latina, y Argentina, lógicamente, no se libró de sus efectos. En 1930, por primera vez en la historia argentina, un golpe militar, encabezado por el Teniente General José Félix Uriburu, derrocó a un gobierno constitucional; el de Hipólito Yrigoyen. A partir de entonces, muchas cosas cambiaban en el país, que sería mudo testigo a lo largo de toda la década, de sucesivos procedimientos ilícitos, entre ellos el fraude electoral, como único modo factible de lograr los objetivos propuestos. Sería aquello apenas la secuencia inicial de una ruta que Argentina transitaría en repetidas ocasiones. La crisis de la década del 30 produjo una gran caída en las exportaciones de carne, lana, trigo, oleaginosas, tanino, por lo que los ingresos del país se vieron disminuidos sustancialmente. Las relaciones comerciales con España se deterioraron, como consecuencia del impacto de la crisis y de las medidas de control de divisas aplicadas por ambos países. En 1930 se creó la Confederación Nacional del Trabajo, CNT, mediante la unificación de varias centrales obreras. Dos tragedias vestían de duelo al país entero: el hundimiento del buque alemán Monte Cervantes, frente a Ushuaia, que si bien no registró víctimas entre los pasajeros, provocó que su capitán eligiera hundirse con su navío. Y por otro lado, en Buenos Aires, un tranvía repleto de obreros cayó en el Riachuelo, ocasionando una numerosa cantidad de fallecidos.

En aquel contexto político y social había nacido y crecido Beatriz Mariana pero afortunadamente su familia, aunque de clase media, no se vio afectada por los coletazos económicos que derivaron de aquellas circunstancias.
Cuando era muy pequeña aún, su familia dejó la casa de Avellaneda y fueron a vivir a Tapiales. Era una casita a la que su padre había accedido en su condición de ferroviario, con jardín y campo alrededor. Muchos años después, ya convertida en una mujer famosa, diría que “Mi primer recuerdo de infancia, aunque confuso y como en sueños, es el de verme muy pequeñita, jugando en ese jardín”. También en esa época, un hecho infortunado tiñó de tristeza el entorno familiar: la muerte de la abuela Mariana, con cincuenta y tres años recién cumplidos. La nieta no comprendía aún la inmensidad de la muerte pero sí sabía que extrañaba muchísimo a esa abuela dulce, afectuosa y tan alegre como una castañuela. La abuela Mariana y el abuelo Gregorio habían llegado a Argentina desde su castigada Galicia intentando, como tantos otros, hallar un destino mejor. Él, no sabía leer ni escribir pero salió adelante a pura lucha, también como tantos otros. Y junto a su mujer, que siempre le puso el hombro, formaron una unida familia de cinco hijos. La abuela Mariana andaba siempre por la casa tarareando melodías de su tierra “Le gustaba tocar la pandereta dejando deslizar en ella su dedo. Solía contarme que iba a bailar las muñeiras en la campiña gallega, y se quitaba los zapatos para que nadie se enterara de que había estado allí al verle las suelas,” recordaba la nieta. Esta abuela también era amante de las grandes reuniones familiares, de esas que convocan a los seres queridos alrededor de una larga mesa, amorosamente preparada y que quedan grabadas para siempre en la memoria y el corazón de quienes se sientan a su alrededor. Eso, precisamente, sería algo que Betty jamás podría olvidar, y se convertiría en un modelo a repetir cuando llegara el momento.
Gregorio quedó sumido en una inmensa tristeza al perder a su compañera. Pero, en compensación, la vida le tenía reservada una gratificación importante: viviría hasta los ochenta y tres años y llegaría a conocer y disfrutar aquel destino especial que le habían vaticinado a su nieta.
Los abuelos paternos, en cambio, sólo estaban vivos en el corazón de la niña por todas aquellas cosas que sus padres le referían ya que la abuela, Juliana Iriarte, falleció antes de que Betty naciera. En un futuro, cada vez que la nombrara lo haría como “la abuela Julia”, y de ella la nieta diría “Era navarra, nacida en Pamplona. De ahí mi carácter, mi fortaleza”. En cuanto al abuelo Pedro, criollo puro, partió también cuando ella tenía poco más de tres años.
Betty apenas contaba con cuatro años de edad cuando ya cantaba y bailaba con gran desenvoltura y con todo el gracejo del género español, género que le gustaba sobremanera, sin que por ello dejara de jugar largas horas con sus muñecas preferidas o se entusiasmara con las figuritas de brillantes, que era su otro gran entretenimiento.
Adoraba a su madre a quien, igual que a la abuela Mariana, siempre se la podía escuchar cantando por la casa. En realidad, a su madre le hubiera gustado dedicarse a cantar y bailar de modo profesional, pero en aquellos años esa actividad era considerada impropia para una “chica de su casa”, razón por la cual ni siquiera se atrevió a confesárselo a sus padres, pues sabía con certeza que jamás se lo permitirían. “Mi madre era una mujer con algo de contradictorio en su personalidad. Si bien era generalmente divertida, también tenía momentos en los que se hundía en una profunda melancolía, a punto tal de enfrascarse en un hondo silencio o pasar un largo rato mirando llover a través de la ventana, algo que le atraía mucho hacer”. Probablemente, concluiría más tarde su hija, la preocupación por su delicada salud la intranquilizara íntimamente, pero ella jamás lo decía.
A sólo dos años de haberse mudado a Tapiales, la familia Torres volvió a instalarse en Avellaneda, en la intersección de las calles Ana María Cortese y la Avenida Roca, cerca del abuelo Gregorio. Su madre, que había querido contentar al esposo, intentó allanarse a la casita con jardín del barrio de la provincia de Buenos Aires, pero acostumbrada a vivir toda su vida en Avellaneda, no pudo adaptarse a la soledad del campo. A Betty le gustaba vivir cerca del abuelo, porque en ese lugar se podía jugar en la vereda. Era una época hermosa e irrepetible, cuando la comunicación entre vecinos era fluida y el saludo y la cortesía no eran rasgos de excepción sino gestos cotidianos, y cuando todavía se acostumbraba a sentarse en la puerta de las casas mientras los chicos jugaban. Años en los que el peligro no acechaba y la cordialidad era cosa de rutina. Eran aquellos diciembres en los que se compartía la algarabía por el año nuevo y los augurios de paz y buena ventura con todos los vecinos. Pero la celebración que más ilusión le despertaba a Beatriz Mariana era la de los Reyes Magos. También solía pasear con sus padres por el Parque Lezama, lugar al que la familia iba con frecuencia, no sólo porque en esa zona vivían los tíos de Betty, sino también porque a la niña le encantaba jugar allí.
Llegó para Betty el momento de comenzar la escuela. Fue en el Colegio María Auxiliadora, de Avellaneda. Pero en honor a la verdad y, tal como ella siempre lo confesaba, la escuela no le gustaba demasiado. Ya en su cabecita daban vuelta otras ideas que mucho más tenían que ver con lo artístico que con los libros y cuadernos. Le apasionaba bailar, moverse y gesticular frente al espejo. Y en ese aspecto era verdaderamente imparable. Era una chica traviesa a la que su papá tenía que llamar la atención a menudo, pero a la que jamás le pegó. La mirada de Pedro Torres era tan clara y contundente que, sólo con sentirse observada, la hija captaba el mensaje y sabía que lo que estaba haciendo era incorrecto y debía dejar de hacerlo.
Fue en el María Auxiliadora, precisamente, donde desplegó sus primeras armas artísticas, ya que siempre cantaba en los recreos por pedido de sus compañeras. “Las canciones de Imperio Argentina, a quien yo admiraba mucho y que estaban tan de moda, como “Échale guindas al pavo”, eran las que siempre elegíamos para esas improvisadas actuaciones. Mis compañeritas se ocupaban de los coros, siempre a escondidas de la madre superiora. Eran momentos muy lindos que nunca olvido. También por entonces, una tía me propone sorprender a mis padres con una grabación, algo que estaba de moda en esa época. Lo hicimos en la sucursal de correo de la Avenida de Mayo, donde se grababan unos fonopostales, que eran unos pequeños discos irrompibles, en los que se podía cantar o enviar felicitaciones a familiares y amigos. En este caso, por supuesto, tanto mi tía como yo, elegimos cantar. Me acuerdo que, entre todo lo que había, escogí la partitura de un fado portugués y la de Herencia Gitana”. Ese disco, que fue un regalo para sus padres, aunque nunca adquirió estado público, constituyó su primera grabación y muchas veces se lamentó de no haberlo podido conservar a través de los años.
Pedro Torres también sentía afinidad por lo artístico. Tocaba la guitarra y había formado un conjunto, pintaba, formó una pequeña compañía de teatro a la que dirigía y, como si esto fuera poco, le apasionaba escribir poesía. O sea que, teniendo en cuenta que sus padres tenían un profundo sentir por distintas ramas del arte aunque no lo desarrollaran profesionalmente, no resultaba nada extraño que la hija tuviera la misma inclinación y se empecinara en querer aprender danzas. Luego de mucho insistir con el tema, logró el consentimiento de su madre a quien, por otra parte, la idea no le disgustaba nada. Justamente fue Angélica la encargada de convencer a Pedro y, con su delicado pero firme poder de convicción, pudo arrancarle el tan ansiado sí.
Inscribieron a su hija en la Academia Gaeta, propiedad de Domingo Gaeta, ubicada en la entonces llamada calle Cangallo 1610, donde aprendió las primeras lecciones de danzas españolas y clásicas, y donde coincidió con unas mellizas, muy simpáticas y bonitas, que también tomaban clases de baile. Eran las hermanas Martínez Suárez, a quienes les decían cariñosamente Chiquita y Goldi, las que más tarde serían famosas bajo los nombres de Mirtha y Silvia Legrand. Beatriz siempre recordaba un corso de la Avenida de Mayo, en el que desfiló en una carroza, con un traje de española que su madre le confeccionó especialmente para la ocasión, y en el que también participaron las hermanas Legrand, vestidas con trajes de lagarteranas
Silvia Legrand relata: “Me acuerdo que ella llegó a la academia del profesor Málaga con su mamá, que era una mujer preciosa, muy bonita, y desde el momento que entró ya se vio que tenía luz propia, se notó enseguida que iba a ser una estrella, y así fue. Con el correr de los días se fue perfeccionando. Su voz, maravillosa, se fue acentuando y afianzando cada vez más, a medida que crecía…. Recuerdo cuando nos presentamos en el Teatro El Nacional, para el festival de fin de año que preparaba la academia, ella cantando y mi hermana y yo bailando. Betty tuvo un éxito extraordinario, un aplauso impresionante…para Chiquita y para mí, ella siempre fue Betty, no le decíamos Lolita”. (Febrero 2007)
Beatriz Mariana sentía pasión por la música española sin que nadie hubiera influido en esa inclinación que se dio natural y espontáneamente en ella. El maestro Marcial Málaga, su profesor de la Academia Gaeta, donde en principio sólo asistía para aprender danzas, en oportunidad de hacerle una prueba de canto quedó asombrado. Entonces citó a sus padres y les habló con total franqueza, indicándoles que, a su juicio, esa chica tenía condiciones notables, por lo que les sugirió que no perdieran el tiempo ni las ignoraran. “Tiene ángel. Tiene `maera´. Ha nacido para ser una estrella”, les dijo.
Betty estaba feliz, radiante. Esto era lo que realmente le gustaba hacer. Tenía una soltura y una gracia no común en las niñas de su edad, lo que quedó de manifiesto cuando cantó y bailó para un festival escolar en el Teatro Roma, de Avellaneda. Tenía ocho años. Sin saberlo, sin siquiera darse cuenta, estaba realizando su debut artístico. Su verdadero destino estaba dando las primeras e inconfundibles señales.
A los 9 años tomó la primera comunión en la Catedral de Avellaneda, con un hermosísimo traje blanco, confeccionado también por su madre, que ella lucía orgullosa y feliz.

Beatriz escuchaba radio habitualmente. Un anuncio, en la audición “Nuevas caras para el cine nacional”, que dirigía un personaje con el seudónimo de “La dame de pique”, en Radio Splendid, llamó su atención: se pedían damitas jóvenes para el cine y, para ello, las interesadas debían mandar una fotografía a la emisora. Buscaban a una jovencita y Betty era apenas una niña, pero eso no le parecía más que un detalle sin importancia que no sería impedimento para rogar cuanto hiciera falta. Y tanto insistió y tanto zalamereó a su madre, que fue esta quien, una vez más, se ocupó de convencer a Pedro. La primera reacción del hombre fue una firme negativa, que luego dejaría de ser tan firme frente a la dulzura de Angélica y el entusiasmo de Betty. Estas razones, sumadas a aquellas palabras que escuchara de boca del maestro Málaga indicándole que su hija tenía “maera”, fueron los argumentos convincentes que le hicieron ceder en su determinación.
La fotografía fue enviada y, ante el asombro de los padres, que estaban seguros de que no la llamarían debido a su corta edad, Beatriz Mariana Torres fue convocada para una prueba en Radio Splendid. Betty se hallaba frente a la radio, esperando que dieran a conocer los nombres de las afortunadas que serían requeridas para la prueba. Conteniendo los nervios y la incertidumbre “de pronto, en medio de otros, escuché mi nombre. Parecía un sueño pero, en cambio, era verdad. Daba saltos de tan contenta que estaba y, mientras saltaba, se me apuraban las palabras en la boca sin poder contenerlas, me abrazaba a mi madre que no podía pararme, sin terminar de dar crédito a lo que estaba pasando. Sentí que tenía el cielo tan cerquita que hasta podía tocarlo con las manos.”
Pedro, por su parte, no estaba tan contento como Betty con esta situación. El mundillo artístico le atraía pero le asustaba también. Sin embargo, era imposible no acceder a los requerimientos de su hija cuando veía esa carita plena de ilusión. Concurrieron a la cita los tres. Ni bien la vieron los organizadores del certamen, supieron que no sería seleccionada, pues esa niña era demasiado “niña” para el rol de “damita joven” que necesitaban cubrir. Aún así, un poco por compromiso y otro poco por no desilusionarla bruscamente, le preguntaron qué sabía hacer. La chiquita, muy suelta de cuerpo y con gran seguridad, dijo “Yo sé cantar”. Y cantó nomás. Eligió una marcha muy de moda en aquellos tiempos “Horchatera Valenciana”, que entonó completa y a capella. Cuando terminó, todos los que estaban allí presentes, quedaron perplejos. No podían creer que aquella niñita, de tan menuda figura y apenas once años de edad, cantara de tal manera. En esa ocasión, estaba presente el famosísimo actor Manolo Perales que, al escucharla, se acercó a su padre y le dijo que la llevara al teatro Avenida, donde estaba trabajando el músico y director de orquesta Ramón Zarzoso. Así lo hicieron. El maestro Zarzoso, quien tiempo después aportaría mucho de su rica experiencia a la carrera artística de la niña, quedó conforme de inmediato con la prueba que Betty acababa de rendir. Más tarde fueron convocados los empresarios, quienes al presenciar otra prueba de la pequeña, intuyeron que estaban frente a una futura gran artista, por lo cual decidieron contratarla e incorporarla a la programación de su teatro. La protagonista de esta historia siempre relató de este modo aquellos primeros pasos en el Teatro Avenida. Sin embargo, no sería justo soslayar otra versión, la de Ramón Zarzoso, que da cuenta de aquel inicio artístico de la niña con alguna sutil diferencia. Según el músico, el día que llevaron a Betty al teatro, él mismo le tomó una prueba, y sintiéndose conforme con sus condiciones, la invitó a incorporarse a su grupo de alumnos. Luego de un año de ser su profesor y enseñarle técnicas de canto, e inclusive todo lo relativo a los distintos acentos regionales, decidió hacerla debutar. Más allá de la discrepancia entre ambas versiones, la realidad es que el 8 de mayo de 1942, Betty debutó en el Teatro Avenida, en el espectáculo “Maravillas de España”, en la compañía formada por Pepita Llaser (especialista en jotas aragonesas), Ana María González (cantante mexicana muy famosa) y Lita Enhart. Hasta entonces, Betty sólo había actuado en los festivales de la escuela organizados en el Teatro Roma y Colonial, y en los de la Academia Gaeta, pero aún así hacía gala de nombre artístico: la Maravillita Argentina. Muestra de ello fue un certificado de estudios de esa institución, que la artista conservó enmarcado durante toda su vida, que rezaba “por cuanto la niña Beatriz Torres, `la Maravillita Argentina´, ha concluido sus estudios de danza (…)”. Sin embargo, para su próximo gran debut profesional, se les aconsejó elegir otro nombre, más hispánico y más personal. Muchas eran las posibilidades que se barajaban y costaba decidirse, por lo que se decidió organizar una reunión familiar y se convino que cada uno de los presentes pusiera un nombre en un papelito, los cuales serían mezclados dentro de un sombrero. El tío Héctor, hermano de Pedro, fue el encargado de tomar uno sin mirar y, casualmente, sacó el papel que él mismo había puesto con un nombre elegido para su sobrina. En él decía Lolita. Y desde ese día, y para siempre, con el bautismo del tío Héctor, el nombre de Lolita Torres la acompañaría en cada uno de sus pasos y la haría famosa no sólo en su país sino en otros absolutamente impensados en aquellos comienzos. El gracejo y el acento hispánico brotaban en ella de un modo tan natural que, en un ardid publicitario de los empresarios, se decidió presentarla como una españolita recién llegada al país. La publicidad anunciaba “una revelación de la canción andaluza”. Poco tiempo después sus padres exigieron que se aclarara esa circunstancia y se informara al público la verdadera situación.
El escenario del Avenida la veía irrumpir en él, enfundada en un trajecito andaluz color cereza y con sombrero cordobés. Cantaba “Corre Castañuela”, “Plazuela de Santa Cruz” y “Madrid y Sevilla”, provocando una verdadera ovación del público que disfrutaba de su voz y, también, de su simpatía.
Pero pronto, Lolita Torres, conocería el sabor amargo de la primera desilusión. A los nueve días de haber debutado, fue separada de la compañía. Los empresarios pidieron repetidas disculpas a su padre pero, la figura central del espectáculo, Pepita Llaser, no podía soportar los aplausos que esa niñita le robaba, por lo tanto les “sugirió” que su contrato fuera interrumpido de inmediato. La noche en que Pepita escuchó que una dama del público le gritó a la pequeña cantante “varita de nardo, no te quiebres”, y otra agregó: “eres el Cristo vestido de andaluz”, fue la última en que Lolita formó parte de la compañía. No resulta nada difícil imaginar cómo aquel castillo de ilusiones que la incipiente artista había levantado en su cabecita y en su corazón, se desplomaba repentinamente, sin poder hacer nada por impedirlo.
Sin embargo, una de cal y una de arena, en el Teatro Avenida la había escuchado Pedro Osvaldo Valle, director de Radio El Mundo que era, por aquel entonces, la radio más importante y más escuchada del país. La contrató sin pensarlo demasiado, deslumbrado por la voz de aquella nena que, estaba convencido, sería con el correr del tiempo una exitosa cantante. A los pocos días, Betty debutaba en Radio El Mundo, presentada por Jaime Font Saravia, con público presente, en el gran auditórium de la calle Maipú, acompañada por una orquesta de treinta músicos que dirigía el maestro Dajos Bela, y tocando las castañuelas. Durante nueve años consecutivos seguiría trabajando en aquella emisora, al mismo tiempo que crecía su fama y sus condiciones artísticas se afianzaban. Desde entonces y a lo largo de tantos años de labor radial, se sucederían en las presentaciones, Horacio A. Zelada, José Castro Volpe y nuevamente Jaime Font Saravia. Según la misma Lolita comentara muchos años después, su primer presentador en radio fue Jorge Omar del Río, y aunque ha sido imposible para la autora encontrar testimonio de ese hecho, no puede tampoco descartarse su veracidad.
Refiriéndose a aquellos comienzos de 1942, siendo ya una mujer, la artista recordaba “Era gracioso ver como a la salida de la radio, aquellos muchachos que desesperaban por verme y pedirme un autógrafo, ni siquiera me reconocían cuando pasaba a su lado. Y es que ya sin tacones altos, sin maquillaje y con zoquetes, no parecía ser la misma que todos habían aplaudido momentos antes.
-¿Mamá, cuándo dejaré de usar zoquetes? -preguntaba siempre a mi madre.
-Ya llegará el momento, Betty, ya llegará -me conformaba ella dulcemente.
-Pero mamá, yo quiero que me reconozcan. Yo quiero firmar autógrafos. -me quejaba.
-Betty, sos chiquita todavía. Ya usarás tacos y maquillaje cuando salgas a la calle. Todo llega hija, sólo hay que esperar el momento adecuado –me decía con tierna paciencia.
Pero yo tenía la sensación, igual que todos los chicos, de que ese momento en que una comienza a hacer las cosas que hacen los mayores se hallaba demasiado lejano”.

En una emisión de radio la escuchó cantar un empresario próximo a inaugurar un local en la Avenida Corrientes y Florida. Se propuso contratarla, convencido de que sería un verdadero éxito para su colmao, por lo cual se presentó a don Pedro Torres y entró en tratativas con él y, aunque a este no le conformaban los lugares con mesas donde a la gente, según su criterio más agudo, le importaba más lo que bebía que el espectáculo que tenía delante, el empresario lo convenció garantizándole la seriedad que tendría el reducto, a pesar de ser nocturno, y prometiéndole un digno marco para la actuación de su pequeña hija. Se trataba de “El Tronío”, lugar que pasaría a ser de los más prestigiosos en su género. Luego de la breve experiencia del Teatro Avenida, sería sobre este escenario donde su infantil ilusión jugaría a ser una artista de verdad. Para poner en marcha el preciado anhelo, fue necesario solicitar un permiso especial, ante el Juez de Menores, que la habilitara para trabajar de noche.
En tanto, mientras aquellos sueños que había acunado tomaban formas y colores reales, Betty se preparaba con maestros particulares para rendir el sexto grado libre. Seguía jugando con sus muñecas, a veces sola, a veces en compañía de alguna amiguita. Y paralelamente, su nombre artístico comenzaba a hacerse conocido.
El periodista Aníbal M. Vinelli, para el diario Clarín, del 15 de septiembre de 2002, ofrece una pincelada del contexto en el que comenzaba la carrera de Lolita: “Aquellos principios de la década del cuarenta fueron tiempos irrepetibles, en los que diversos acontecimientos provocaban en la Argentina un verdadero furor por todo lo español. El espectro, muy amplio, abarcaba, siempre a partir de la entrañable herencia del lenguaje común, desde las peleas entre leales y rebeldes (léase republicanos y franquistas) en las puertas del diario Crítica hasta una suerte de sustitución de importaciones. Por la Guerra Civil no llegaban películas de esa procedencia pero sí artistas de primerísimo nivel: a lo largo de los años nombres fundacionales como Miguel de Molina, María Antinea, El Niño de Utrera, Angelillo y tantos.(…)En la mejor tradición de tantas vocaciones Lolita creció, junto con el dominio del oficio, desfilando por incontables tablaos.”

En “El Tronío” la acompañaba con sus bailes Paco Reyes, quien a la vez era director del espectáculo. Asistía al lugar la gente más selecta de Buenos Aires, que se deslumbraba ante esa jovencita de delgada figura que, vestida con trajecito andaluz, capa y sombrero, hacía las delicias del público, con simpático estilo y agradable voz.
Una figura de gran significación en aquellos comienzos de su carrera fue, sin lugar a dudas, el maestro Francisco “Paco” Marrodán, compositor de infinidad de temas musicales quien, adivinando en ella a una artista de gran proyección, la guió y le brindó sus más preciados consejos. Seducido por su voz y simpatía, compuso especialmente para ella un pregón que llevó por título “El caramelero”. Lolita lo entonaba llevando en su brazo una canastita llena de caramelos, que arrojaba al público a medida que cantaba, sumando una pintoresca nota a su actuación. El tema fue un éxito rotundo. El público salía de la sala tarareando la canción y, en la calle, ya comenzaba a hablarse de “el caramelero de El Tronío”. Un dato curioso y lamentable, en cambio, es que a pesar del éxito y la gracia de esa canción, Lolita jamás la llevo al disco. Sólo fue grabado por la cantante María Luján, quien por entonces se hacía llamar artísticamente Teresita de Ávila, con acompañamiento orquestal del propio Francisco Marrodán. Y, si hubo alguien que, a más de sesenta años de los hechos, podía ponerle matices al relato de estas vivencias, ese era justamente `Paco´ Marrodán, de maravillosos noventa y cuatro años, al momento de esta entrevista, quien así relató su experiencia: “’El Tronío´ se inauguró conmigo y yo compuse la marcha característica del colmao. Estaba ubicado en Corrientes 561, y contaba con salas grandes, hermosísimas, tres en total. Al bajar, era una especie de boite, donde sólo se escuchaba piano y violín. En la de más abajo se exponía el verdadero flamenco, y a continuación estaba la sala grande. Tres locales bajo mi dirección musical. Tenía una orquesta grande, de diez músicos, a veces quince, todos ellos de primera línea. Teníamos cantantes, bailarines, cómicos. Era muy importante todo aquello. Hacíamos tres funciones diarias: matinée, vermouth y noche, con los mismos artistas. Asistía muchísima gente, de la más distinguida, para tomar una copa o para cenar. Se lo llamaba `La Catedral del Varieté´ y fue una época en la que reconozco que gané mucho dinero. Cuando Lolita vino a El Tronío, yo mismo le tomé una prueba e inmediatamente la contraté. Compuse para ella `El Caramelero´ y fue un éxito bárbaro. Es una canción inspirada en una imagen que guardaba en mi memoria, acontecida en la estación de trenes de La Rioja, España, país del que procedo. Una fábrica de caramelos enviaba a unas chicas a regalar sus caramelos a las personas que estaban por ahí. Cuando ví a Lolita, con todo su salero, recobré ese recuerdo y le dije `te voy a hacer una canción´. Le pedí a Mariano Llabona que me hiciera la letra y así nació aquel pregón. Ella era muy graciosa para cantarlo y enseguida hizo famosa mi canción. Lolita me quería mucho, nos llevábamos muy bien trabajando y siempre me pedía que la acompañara en otras actuaciones fuera del colmao. Y así era. Hice para ella también un pasodoble “La molinera” y otro pregón, pero el verdadero éxito fue `El caramelero´. Yo también la quería muchísimo porque era muy buena. Y sumamente inteligente. Tenía una voz muy bonita y gran facilidad para la música, todo le resultaba fácil. `El Caramelero´ se lo hice escuchar sólo una vez y ya lo aprendió. Tenía aptitud natural. Era artista por naturaleza. En los últimos años de su carrera, Lolita volvió a incorporar aquella canción a su repertorio. Me llamó un día y me dijo `Marrodán… maestro…voy a poner El Caramelero como primer número. Vaya a Sadaic a cobrar porque lo estoy cantando otra vez” – El músico Paco Marrodán se mostraba orgulloso al recordar esa actitud de Lolita. “Yo compuse muchas canciones a lo largo de mi vida, como por ejemplo `Tengo una vaca lechera´ y también `Mañana por la mañana´, que cantaba Hugo del Carril. Trabajé con el Niño de Utrera y con Miguel de Molina, a quien conocí en un cabaret de Barcelona, y venía a verme actuar todas las noches, siempre lo tenía pegadito a mí. También con Angelillo y con María Antinea, con quien trabajé muchísimo. María Antinea tuvo un problema terrible cuando llegó Lolita a `El Tronío´, porque Lolita `se la tragó´, gustó más. La verdad fue que arrasó con todo, tuvo un éxito colosal. Un día María me dijo, con tono muy firme, `me voy´ y luego, muy preocupada, agregó `pero me quedo sin música…´ Entonces, me puse a escribir las partituras de todo el repertorio que ella hacía conmigo para que se las llevara y pudiera trabajar. Concluyendo, la actuación de Lolita fue un golazo. Tenía mucha chispa, una personalidad bárbara, a pesar de ser tan chiquita. Es que había nacido artista y eso enseguida se nota. Sus padres me apreciaban muchísimo y se portaron muy bien conmigo, completamente desinteresados”. (Enero 2005)

El maestro Gaspar Lozano, de origen vasco, fue también otro de los profesores de Lolita. Él fue quien le enseñó a vocalizar, impostar y respirar correctamente “Pero sucedía también que, aquellas técnicas que aprenden y manejan los cantantes, surgían en mi, espontáneamente. No me costaba nada. Por otro lado –solía explicar cuando, ya triunfadora, se le preguntaba por aquellos comienzos- la inconsciencia y el desenfado propios de la niñez, tan naturales de esa edad, me aportaron un grado de aplomo y seguridad escénica que me fueron de gran utilidad para dar aquellos primeros pasos”.

Los padres de Lolita disfrutaban con verdadera satisfacción al verla desplegar todo aquello que brotaba desde su fibra más íntima. Su imagen crecía día a día y ya la convocaban desde otros centros españoles. Aquel mundo fantástico en el que desde siempre había entrado con su imaginación y con su más férreo deseo, levantaba ahora su telón para que ella, Lolita Torres, entrara a escena con la más contundente de las realidades: su talento natural. Nunca tuvo una explicación lógica sobre el por qué de su inclinación al cancionero español. Y es que las cuestiones de los sentimientos no hallan razones lógicas, simplemente se sienten. “Fue de nacencia, como dicen los españoles” explicaba la misma Lolita, muchos años después, cada vez que era requerida sobre el tema. De sus primeras actuaciones solía contar una anécdota: “Un día le aseguraron a mi padre que el bacalao ayudaba a aclarar y mejorar la voz, además de fortificar las cuerdas sensibles, permitiendo dar notas más altas. Entonces, en una ocasión antes de actuar me puse un trozo de bacalao en la boca y comencé a mascarlo lentamente. Me llamaron a escena y yo estaba tan compenetrada que no noté que entraba en el escenario sin quitármelo de la boca. Sólo me di cuenta cuando empecé a cantar y no sabía que hacer con él. Estaba desesperada, no podía escupirlo, así que lo acomodé como pude a un costado, y seguí adelante con no poca dificultad. Es más, por momentos pensé que no iba a poder continuar”.
Dos nuevas experiencias acontecerían en su vida en 1944. Por un lado, el director Luis Bayón Herrera, luego de verla actuar en El Tronío, la contrata para su película “La danza de la fortuna”, cuyos protagonistas eran nada menos que Luis Sandrini y Olinda Bozán. En el film cantaba dos canciones además de jugar unas escenas con don Luis en las que, por única vez en su carrera cinematográfica, encarnaba a una mesurada villana. Muchos años después, para el diario Clarín, la misma Lolita relataba aquella experiencia: “Esa propuesta para ingresar al cine me provocó una sensación de ensueño. Llegué a la filmación con mamá y papá, vestidita de nena. Porque los trece años de ese momento no eran los trece años de ahora. En la actualidad, las muchachas lucen físicos imponentes; en cambio, en ese entonces yo era una nena. Corrían otros tiempos… En la misma jornada canté los dos temas que se habían seleccionado, que eran los que don Luis y Bayón Herrera me escucharon en el Tronío. Hice primero ‘El gitano Jesús’, calzando trajecito blanco de hombre y sombrero cordobés, y luego ‘Te lo juro yo’, con ropa que había bordado mi mamá, una especie de fantasía andaluza. (…) Estar junto a don Luis y a Olinda en ‘La danza de la fortuna’ fue un gran espaldarazo artístico en mi carrera. Por lo demás, encaré esa participación con una enorme ilusión porque para mí el cine era un mundo maravilloso.”
La danza de la fortuna”, sobre un argumento de Leopoldo Torres Ríos, fue continuación de “La casa de los millones”, por lo que retomó los personajes centrales de esta última: el de la millonaria Fulgencia y su mucamo Florencio Rico, quien se casa con aquella en ‘artículo mortis’ y se dedica a dilapidar el dinero de su mujer. El personaje de Lolita, fue el de La Niña de la Ventera, una cantante que sin disimulos se interesa en el dinero de aquel. La película se estrenó el 13 de abril y se constituyó en un filme “de eficaz comicidad” según sostuvieron las críticas cinematográficas de la época. Aunque esta producción significó el debut cinematográfico de Lolita, tiempo después la misma artista supo confesar que su primera actuación en ese ámbito aconteció en “Bruma en el Riachuelo”, film dirigido por Carlos Schlieper, estrenado en 1942, y en el que participó como extra, luego de ganar un concurso. “Sin embargo -decía sonriente Lolita- sufrí un tremendo desencanto cuando, al ir a ver el estreno junto a toda mi familia y compañeras del colegio, descubrí que no se me veía en absoluto, ya que pasaba desapercibida en una multitud de personas”.

El 15 de febrero del mismo año, Lolita grabó su primer disco -placa de pasta y 78 rpm- con las mismas canciones que cantó en la película. Fue para el sello Odeón y se vendió como pan caliente. Un mes después, el 28 de marzo más exactamente, grababa para la misma discográfica su segundo disco, que incluía la canción “Para el carro” y el tanguillo “María Manuela”.

Fue en el transcurso de este año 1944 cuando realizó su primer viaje al exterior, junto a sus padres, presentándose en el vecino país de Uruguay. Muchos años después contaría sonriendo “Cuando fui a Uruguay estaba tan feliz, que ya me sentía una artista internacional. Debuté en ‘La Mezquita’, que estaba en una calle paralela a la 18 de Julio. Aún muchos recuerdan esa etapa de ‘La Mezquita’. Era parecida a ‘El Tronío’ pero más chica”.
A pesar de su corta edad y su creciente popularidad, seguía siendo una niña o una jovencita ya, de costumbres sencillas, a la que le gustaban las cosas simples y sin estridencias. Sus padres se habían ocupado de que esto fuera así, conversando mucho con ella, enseñándole a no llevarse el mundo por delante y ayudándole a mantener los pies sobre la tierra. “Mi padre siempre me decía `Aún no sabés nada. Para ser una verdadera artista tenés mucho que aprender ´. Pretendía de este modo que yo no tuviera `pajaritos en la cabeza´. Por otro lado, como cantar era algo que hacía desde muy chiquita, lo vivía como algo inherente a mi personalidad, como un juego más de mis pocos años. Entonces no tuve oportunidad de sentirme diferente o mejor o superior a mis amigas. También me inculcaron el respeto por la profesión. Si el arte iba a ser mi camino de toda la vida, tendría que transitarlo con gran responsabilidad y seriedad absoluta”. Aquellas pautas de vida, junto a otras que más tarde irían vertiendo en su espíritu, impregnarían definitivamente su esencia y quedarían grabadas para siempre en su mente y en su personalidad.
Apenas un poco más adelante, le es ofrecido a Pedro Torres un contrato cinematográfico por cinco años para que su hija filme para la empresa Lumiton. El hombre, luego de meditarlo, desechó la oferta. Para Lolita, ávida por continuar incursionando en ese universo de la pantalla grande que tanto le había fascinado, la desilusión fue inmensa y la llevó hasta las lágrimas y la angustia. Si bien confiaba plenamente en todas las decisiones que su padre tomaba, esta fue una determinación muy dura de aceptar porque su real deseo era firmar el contrato y dejarse llevar a ese mágico mundo de los estudios cinematográficos en los que podría ser protagonista de quién sabe qué historias. Sin embargo, don Pedro Torres volvió a exponer sus más sólidos argumentos, explicitando que estaba auténticamente convencido de que no era oportuno para su hija hacer cine a tan corta edad. Tenía la certeza de que la gran ocasión llegaría más tarde, cuando ella fuera un poco mayor. Finalmente, logró hacerle comprender que, de aceptar la propuesta de Lumiton, no surgirían guiones apropiados para ella. “A tu edad ¿qué historias podrías filmar?”, le habría preguntado Pedro a su hija. “No será conveniente para tu carrera, por lo tanto, es mejor esperar”. Y ella, que muy poco cuestionaba a su padre, aceptó la explicación, convencida también de que, una vez más, él no se equivocaba. Ni siquiera se tuvo en cuenta la posibilidad de un contrato más corto ni el análisis de probables guiones. La decisión estaba tomada y el cine debería aguardar una nueva oportunidad.



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CAPÍTULO II


“Desde que nace el día hasta que muere el sol
resuena en mis oídos el eco de tu voz.
Tus cantos amorosos, arrullos de otra edad.
A solas en mi cuarto te sueño con afán.
Madre del alma mía yo no te olvido, no”
(3)

En el verano de 1945 Betty viaja, en compañía de sus padres, para actuar en Mar del Plata. La experiencia sería fantástica ya que se conjugarían los compromisos laborales con las ansiadas vacaciones familiares. Todo transcurría normalmente, de acuerdo a como lo habían programado. Angélica disfrutaba con orgullo del crecimiento artístico de su amada hija, y siempre solía decirle “En el arte, hay que llegar a lo más alto, de lo contrario es preferible quedarse quieto, no intentarlo siquiera”, y hacia esa consigna Lolita apuntaba con empeño. Al margen de lo concerniente a su carrera artística, Betty sostenía largas conversaciones con su madre acerca de los preparativos para su fiesta, dado a que el siguiente 26 de marzo, cumpliría los tan anhelados quince años. Sin embargo, algo no resultaría como estaba previsto… Un hecho trágico empañaría definitivamente aquella ilusión y su vida toda. Cierto día, madre e hija estaban caminando por la rambla marplatense, disponiéndose a tomar algunas fotografías cuando, infortunadamente, Angélica resbaló y cayó sobre unas rocas, recibiendo fuertes golpes que obligaron a su internación. Tenía varias fracturas en la pierna pero, lo verdaderamente serio y comprometido, lo que preocupaba hondamente a Pedro Torres, era que su mujer había sufrido un fuertísimo golpe en el hígado, originándole una serie de hemorragias que se tornaron incontrolables. Aunque rogaban que se produjera un milagro, esto no llegaría a suceder: María Angélica Coton murió el 20 de febrero, a los treinta y tres años de edad, tras haberle sostenido a la vida una lucha desigual, prácticamente desarmada. El dolor profundo, ese que se siente y no puede explicarse con palabras, le asestaba a Betty el primer golpe brutal en su, hasta entonces, feliz vida.
Los restos de Angélica fueron trasladados a Buenos Aires, siendo velados en la casa donde vivían desde hacía un tiempo, ubicada en la calle San Juan 1360 de la Capital Federal.
A partir de la trágica instancia que les tocó vivir, padre e hija se apuntalaron mutuamente. Años después, así recordaba Lolita aquella etapa “Cuando uno caía, ahí estaba el otro para ayudarle a levantarse. Cuando uno lloraba, el otro lo consolaba y lo animaba con su sonrisa”. Forzados por la desgracia, ambos se transformaron en un bloque indivisible.
Una tía, hermana de Pedro, casualmente llamada igual que su madre, se convertiría a partir de aquellas circunstancias, en su mejor compañera. La tía Angélica le puso el hombro a su sobrina a quien, por otra parte, quería con devoción, y como además no tenía hijos podía dedicarle todo el tiempo necesario. A partir de entonces, además de su tía, fue su guía, su amiga y confidente. Muchos años después, Lolita la recordaba con gran amor y gratitud: “Se pegó a mí, me ayudó en todo, solíamos tener largas horas de charla, tomando el té en alguna confitería del centro de la ciudad. La tía Angélica me escuchaba y me aconsejaba y, para mi suerte, no sólo era una mujer cariñosa y alegre, sino también muy moderna para los tiempos que corrían, un valor inestimable para una jovencita de mi edad. Con ella podía hablar de todo, sin tapujos ni pudores”.
El trabajo resultó ser un gran aliado. Así fue que pasados los primeros meses debutó en “Goyescas”, una sala muy importante dedicada a la música internacional, ubicada en Sarmiento 777. Por otro lado, partió en gira a Chile, donde cumplió actuaciones en radio y en el “Lucerna”, que era a la vez confitería, salón de té, y boite (cuatro años más tarde, en enero de 1949, el “Lucerna”, quedaba totalmente destruido como consecuencia de un voraz incendio). Continuaba con sus presentaciones por Radio El Mundo y, de su paso por la emisora, años después recordaba: “Hice en ella nueve años consecutivos, cuando estaba en Maipú 555. Entrar a ese edificio era como hacerlo en una catedral. En ese entonces estaba en manos de la Editorial Haynes. Las audiciones se hacían con público y cada emisora tenía su orquesta estable, en las que llegaban a tocar hasta treinta músicos bajo la batuta de grandes maestros como Castellanos, Dajos Bela, Balaguer y Guillermo Cases. Con todos ellos canté hasta que impuse a mi propio director y llevé al maestro Zarzoso.” Efectivamente, a partir de 1948 Ramón Zarzoso pasa a ser su director y junto a él, sin ninguna duda, grabaría en adelante sus más importantes sucesos.
Muchos eran los admiradores, mujeres y hombres, que le escribían cartas en las que manifestaban sentimientos de simpatía y admiración y, en muchos casos, Lolita contestaba. Con uno de ellos, en particular, mantuvo correspondencia con cierta frecuencia y, en ese ir y venir de confesiones, surgieron las primeras afinidades que luego dieron lugar a la ansiada cita. El muchachito, que tenía unos diecisiete años, muy rubio y de origen inglés, agradó inmediatamente a Lolita y también contó con el visto bueno de la tía.
Se vieron por un tiempo, a escondidas del padre y con la complicidad de la incondicional tía. Con él fue su primer beso de amor y los primeros sueños de juventud. Sin embargo, con el paso del tiempo, el novio comenzó a manifestar tales sentimientos de celos, que llegó a exigir a su novia que abandonara su carrera artística porque deseaba la exclusividad de su corazón. Aquella actitud fue suficiente para que Betty comprendiera que no estaba tan enamorada como suponía, ya que de ninguna manera estaba dispuesta a tamaño sacrificio en nombre del amor. De mutuo acuerdo, y en buenos términos, decidieron poner punto final a aquella relación juvenil, que tanto había tenido de romántica y secreta.
Luego, aparecieron otros noviecitos, siempre a escondidas del celoso y estricto padre, que no llegaron a prosperar. En cierta ocasión, se hizo público un posible romance entre Lolita y el cantante del trío mexicano Los Calaveras pero, si de verdad fue así, su padre tomó las medidas necesarias para que esa relación no pasara a más, por lo que prácticamente quedó concluida casi antes de comenzar.
En el plano artístico, su éxito se afirmaba con precisión de relojería. Su repertorio, íntegramente español, con mayoría de canciones que referían a una España lejana y añorada, se identificaba con la nostalgia del inmigrante hispano y, también, daba en el gusto de los argentinos que, gradualmente, habían hecho un lugarcito en sus predilecciones para alojar los distintos ritmos musicales llegados desde la península ibérica, de la mano de aquella corriente migratoria que recaló en nuestro país desde hacía varias décadas y que, ahora y hasta la primera etapa de los años cincuenta, estaban en su esplendor.
Ya en 1946 Lolita viajó a Uruguay, desde donde la requerían para cantar en Radio Carve, de Montevideo. También viajó a Brasil, cumpliendo presentaciones en varias ciudades: Pozo de Caldas, Guarujá, San Pablo, Santos, Pernambuco y Puerto Alegre.
El 4 de Octubre, debutó en el Teatro Casino, ubicado en la calle Maipú 336, con la opereta “Za Za”, cuya estrella principal era el cantante italiano Carlo Butti. En el elenco se destacaban Pierina Dealessi, Tomás Simari y Fanny Navarro. Lolita personificaba en esa oportunidad a la Bella Otero y el programa de la obra realzaba su nombre, con la observación “primera vez en el teatro”.
En noviembre, “Za zá” pasó a ocupar el horario de la segunda sección, y en la primera, se estrenó “Taxi…al Casino”, revista en la que Lolita también participaba, formando parte del elenco de la “Gran Compañía Argentina de Revistas Cómicas”. Cuando “Za zá” bajó de cartel, se puso en su lugar otro espectáculo de tipo revisteril, “Las cosas que están pasando”, cuyo elenco encabezaban Pierina Dealessi y Tomás Simari, además de contar con la presencia de Fernando Borel, Adolfo Stray, Marcos Zucker y Vicente Rubino. Ambos espectáculos contaban con la dirección musical de Egidio Pittaluga. El sentido del humor propio de aquellos espectáculos se adelantaba desde la nota pintoresca que incluía el programa de mano entregado al público: “Gran desfile cómico, acuático y terrestre, en muchos cuadros de actualidad, original de Alberto López y Antonio Pérez”, o el correspondiente a la segunda función: “Gran panorama mundial en varios cuadros cómicos, líricos y bailables, tomados a vuelo de pájaro, por Alberto López y Antonio Pérez”.
En 1947, Lolita volvió a integrar el elenco de la “Gran Compañía Argentina de Revistas Cómicas”, en “Volvió Carlo Butti”, cuyo elenco encabezaba el citado cantante, e integraban, entre otros, Diana Maggi, Marcos Zucker, Teresa Valdor y Vicente Rubino.
Contratada por la cadena CMQ, que dirigía Goar Mestre, inició una gira por Cuba primero, y por México después, presentándose en radios y teatros de ambos países, además de la boite “El Patio”, reducto mexicano en el que se presentaban las figuras internacionales más importantes del momento, y en el que Lolita debutó el 31 de julio. El éxito obtenido en La Habana, fue tan importante que, concluidos sus compromisos en México, debió regresar a Cuba para recorrer distintas ciudades del país. Sin embargo, sus apenas diecisiete años, le impedían ampliar esta gira hasta otros país del norte. Una crónica de entonces, de la revista Radiolandia, da cuenta de estos episodios: “Luego de cumplir una triunfal temporada en México, donde fue aplaudida en ‘El Patio’, el teatro Iris, y la más poderosa red radiotelefónica azteca, ha vuelto a Cuba, a fin de actuar nuevamente en La Habana y ciudades del interior de la isla, donde anteriormente señalara una verdadera sensación. La joven cantante argentina, consagrada como intérprete de motivos populares españoles, regresará a Buenos Aires para fines del corriente año, ya que, en razón de su edad, no le ha sido posible aceptar contratos extraordinarios que le ofrecían empresarios norteamericanos para llevarla a Nueva York y California, ignorando que nuestra compatriota no tiene aún los dieciocho años que las leyes norteamericanas exigen para quienes actúan en espectáculos públicos.”
En marzo de 1948, en el Teatro Comedia, integró la “Compañía de Revistas Cómicas”, con Alberto Anchart y Blanquita Amaro a la cabeza, con dos revistas en cartel. Una de ellas, “Reunión de estrellas en Paraná y Corrientes”, comenzó ofreciéndose a las 21.15 hs., y agregaría desde abril una función por la tarde. La otra, “El teatro contra el cine”, se ponía en escena a las 23.15 hs. El programa de mano y la publicidad gráfica, en recuadro especial, recalcaban “En ambas revistas actúa Lolita Torres, el alma de España hecha canción, bajo la dirección musical de Ramón Zarzoso.” En el primero de los dos espectáculos, la cantante protagonizaba un cuadro llamado “Reja Sevillana” y, en el segundo, otro titulado “Estampa Mora”, que más tarde cambiaría por “Cantares de Andalucía”. Las dos revistas pertenecían a Carlos A. Petit y Antonio Prat. Las crónicas de la época daban cuenta de que “Lolita Torres es muy aplaudida y sus actuaciones son dignas de los más caros elogios.”
Pero a pesar de que estas experiencias en el género de la revista musical le significaron éxito y buenas críticas, lo cierto era que no se sentía del todo cómoda participando en espectáculos de esta naturaleza, por lo que finalmente decidió abandonarlo y continuar por otros caminos que mejor se ajustaban a sus preferencias.
Uno de los escenarios a los que le dio placer volver fue el de Goyescas. Mario Clavell, compositor de páginas que han sido y son éxito rotundo en todo el mundo, daba sus primeros pasos en la misma sala que Lolita se presentaba y, de aquella experiencia, suma afectuosamente este recuerdo: “Tuve el gusto enorme de conocer, escuchar y aplaudir a la inolvidable Lolita Torres en un salón de variedades musicales que tuvo mucho éxito, durante varios años, presentando grandes figuras artísticas internacionales, que fue "Goyescas". No puedo evitar emocionarme al mencionarlo, porque fue precisamente en esta sala donde conocí al popular tenor mexicano Juan Arvizu, que fue mi descubridor. Él estrenó mis primeras canciones y me presentó a la Editorial Julio Korn, que comenzó a difundirlas. Yo había debutado en 1947 en "La Coupole", elegante sala de la Avda. Córdoba, y posteriormente, mi buena estrella me llevó a cantar en "Goyescas", donde la querida Lolita Torres era la figura estelar de la sala. La recuerdo con emoción. Ella tendría entonces unos diecisiete años y venía de triunfar en muchos escenarios. Llegaba siempre del brazo de su padre, a quien también recuerdo con afecto, pues fue siempre muy cordial conmigo y con todos. Lolita arrancaba los aplausos más entusiastas y las mejores ovaciones entonando temas como "El sombrero", "Si vas a Calatayud", y todos los éxitos del cancionero español, género en el que siempre brilló luciendo su hermosa voz y una maravillosa simpatía personal, además de su reconocido arte interpretativo, tanto en los temas alegres como en las canciones sentimentales, que transmitía con enorme emoción. Tuve el honor de compartir con ella varias temporadas en "Goyescas" y también recuerdo haber ido a aplaudirla a "El Tronío", la otra sala de espectáculos que se especializaba en números españoles. Lolita fue allí también la reina, como en todos los lugares en que se presentaba.” (Mayo 2007)
También en 1948, Lolita se presentó nuevamente en Montevideo, Uruguay.
Por ese entonces, el Centro Asturiano de Buenos Aires, le entregó durante cuatro años consecutivos, una Medalla de Oro, en reconocimiento a su labor. Eran los años 1948, 49, 50 y 51. Pero este suceso, el de recibir premios por parte de entidades españolas, se transformó desde aquella época y para siempre en una constante de su trayectoria profesional.


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CAPÍTULO III



“A ti te canto con el corazón…”
(4)


En 1950 Lolita continuaba cantando en Goyescas. Pero el destino, ese permanente ir y venir de las circunstancias, le daría revancha sobre una vieja ilusión que había sido postergada, una deuda pendiente consigo misma y con su íntima esencia de artista que necesitaba manifestarse, ya no sólo como cantante, sino también como actriz. Enrique Carreras fue quien le dio la gran oportunidad de volver al cine, ahora como protagonista, para su Productora General Belgrano. En su libro autobiográfico, el reconocido director, relata aquel primer encuentro con Lolita de la siguiente manera: “Con mis amigos, la barra del Pasaje La Piedad (…) habíamos ido a ver el espectáculo que ofrecía Goyescas (sala destinada al music-hall de mucho éxito en aquellos años). Lo pasamos tan bien y yo disfruté tanto, que al finalizar la función decidí contratar a todo el elenco. ¡Y qué elenco!: Lolita Torres, Alfredo Barbieri, Gogó Andreu y Tito Climent. El contrato de Lolita fue por tres películas, igual que el de Alfredo Barbieri”. Por suerte, esta vez Pedro Torres, luego de analizar la propuesta y tener la certeza de que Lolita sería protagonista del largometraje, aceptó el ofrecimiento. Su compañero de rubro fue Ricardo Passano y en el elenco se destacaba María Esther Gamas. `Ritmo, sal y pimienta´, con argumento de Ricardo Lorenzo (Borocotó), no llevó demasiado tiempo de filmación y fue estrenada en febrero de 1951.
Mercedes Carreras, en junio de 2007, recuerda: “Al casarme con Enrique en 1958 me contaba de esta maravillosa aventura, iniciada junto a sus hermanos, cuando habían decidido fundar la Productora General Belgrano, en 1949, y que al contratar a Lolita tuvo la seguridad de que se transformaría no sólo en una gran estrella de la canción sino también en figura relevante del cine argentino. Enrique, con sólo veinticinco años y tal vez influido por las comedias que llegaban de Estados Unidos, decide encarar ese género. Lolita hizo tres películas para la productora y considero que las mismas cimentaron la continuidad de trabajo en los inicios de la General Belgrano. En su libro, `Carreras por Carreras´, Enrique cuenta que cuando filmaron `El protegido´, en 1956, protagonizada por Rosa Rossen y dirigida por Leopoldo Torre Nilsson, `el film no tuvo la suerte que merecía y a pesar de los grandes elogios de los críticos, el público no concurrió dejándonos tambaleando, al borde de la quiebra´, situación que afortunadamente pudo superarse. También quisiera acotar, para las nuevas generaciones, que en aquellos años no se contaba con apoyo de ninguna índole ni subsidios especiales para filmar. Los productores arriesgaban su propio dinero”.

“Ritmo, sal y pimienta” tuvo una particularidad que no fue sólo la de ser el primer trabajo cinematográfico de Lolita como protagonista, sino también la de ser el único en el que su galán la besó en la boca. Esta anécdota es por demás conocida, ya que el periodismo siempre la destacó y hasta cuarenta y tantos años más tarde, se le continuaba preguntando por lo mismo. Aún así, y por tratarse justamente de su biografía, no puede soslayarse en esta oportunidad aquel hecho, por muy reiterativo que parezca. Lo cierto es que según la misma Lolita contó alguna vez “cuando llegó el momento de filmar aquella escena del beso que, si la comparamos con los besos del cine o de la televisión de hoy, resulta ser un beso inocente y angelical, el director me llamó aparte y me habló. Me explicó: `Lolita… mirá… es una escena muy tierna. El libro lo indica y tenés que hacerlo… No tiene nada de malo… es apenas un beso en los labios, un beso delicado. Todo estará bien.´ Yo en un principio titubeaba porque sabía perfectamente que mi padre se enojaría mucho. Pero finalmente acepté hacerlo porque me dije `para eso soy actriz´. Para poder filmar la escena sin inconvenientes, algunos de los productores invitaron a mi padre a tomar un café y una vez que estuvieron fuera del ámbito de filmación, y a pesar de los nervios que tenía, la toma se pudo lograr satisfactoriamente. Pero el verdadero drama vino después…”
Cuando al día siguiente Pedro Torres, junto a todo el equipo, vio las filmaciones de la jornada anterior, una tormenta de ira pareció desatarse en los estudios de la General Belgrano. El hombre se sintió moralmente estafado, se enojó y hasta se ofendió, porque él no quería que su hija se besara en cine. No podía aceptar esa idea bajo ningún punto de vista.
-¿Por qué me hiciste esto?– le diría luego a solas.
-Pero papá…soy actriz. No tiene nada de malo.
Pero para don Pedro sí lo tenía, no quería que besaran a su hija y ponía en esta cuestión un firme e indiscutible punto y aparte. Sostenía que no era necesario y que el beso podía sugerirse de muchas maneras sin necesidad de que realmente sucediera.
-El día de mañana -le decía a su hija- a quien sea tu marido no le gustará verte besándote con otros.
Y así fue que Ricardo Passano se convirtió en el único actor que besó los labios de Lolita Torres. Algo que él también tuvo que contar muchas más veces de las que seguramente ha deseado. “Me han conocido más por esta particularidad que por haber hecho `Juvenilia´, en cine, o `La muerte de un viajante´, en teatro”, solía comentar no sin cierto malestar.
Ahora también en el cine, podía reafirmarse que Lolita Torres había nacido para ser artista, y si bien este film no tuvo más pretensiones que la de ser una simpática comedia, la actriz supo desenvolverse con gracia y naturalidad. Lolita tenía ángel y eso era incuestionable, aunque no faltaran aquellos que criticaban. Hay alguna anécdota dando vueltas por ahí que afirma que cuando un cronista se atrevía a criticar alguna de sus actuaciones, don Pedro Torres salía a defender el trabajo de su hija con toda energía, con educación pero con firmeza, proceder que alguna vez le acarreó ciertos inconvenientes con la prensa.
Ritmo, sal y pimienta”, con su mezcla de equívocos, situaciones risueñas, canciones y romance, hizo estallar las taquillas y el éxito la acompañó mucho más de lo esperado. Enrique Carreras supo entonces que no se había equivocado al contratar a la joven cantante aquella noche del “Goyescas”. Para Lolita, cuestionarse ahora si había valido la pena no aceptar el contrato de la Lumiton siete años atrás, parecía carecer de sentido, era parte del pasado. Lo real, lo tangible en ese momento, fue que su primer protagónico permaneció veintiocho semanas en cartel superando ampliamente las expectativas de los propios productores.
El compromiso firmado con la General Belgrano fue por tres películas y la segunda no se hizo esperar: se trató de “El mucamo de la niña”, otra divertida comedia, y no más que eso, que aprovecharía las virtudes de Lolita como cantante y, ahora también, como desenvuelta actriz. El actor cómico que debutó en la película anterior, fue su compañero de rubro: Alfredo Barbieri, y nuevamente serían de la partida Gogó Andreu, Marcos Zucker y Tito Climent. Este film, con libro de Lamarque y Medero, significó el debut de Enrique Carreras como director de cine, labor que compartió con Juan Sires.
Su estreno fue para el 24 de octubre de 1951 y, en general, no cosechó buenas críticas, haciéndose hincapié en la falta de articulación del libro y sus desordenadas situaciones. Sólo se llevaron elogios las actuaciones de los componentes del elenco. Aún así, superó todos los borderaux de películas argentinas y extranjeras exhibidas en el Normandie, sala en la que se produjo el estreno, llegando incluso a batir el récord de un solo día, el del 28 de octubre, con la concurrencia de cinco mil quinientos sesenta y tres espectadores. Es decir que, una vez más, el público brindó su apoyo y concurrió masivamente a las salas cinematográficas, que no eran otra cosa que el preciado vehículo para acercarse a una de sus figuras más queridas. Gogó Andreu, compañero en ambos filmes, aporta su recuerdo: “Conocí a Lolita en Goyescas, donde yo trabajaba con Tito Climent, formando un dúo cómico. Una noche la vi llegar, muy jovencita, acompañada por su padre, y a partir de entonces actuábamos en la misma sala. Nunca fuimos grandes amigos porque ella mantenía cierta distancia con sus compañeros, hacía lo suyo y nada más. Después vino el contrato para las dos películas en la General Belgrano, hasta que más tarde ella pasó a Argentina Sono Film. Nosotros, Zucker, Climent, Barbieri y yo, preferimos en cambio quedarnos en la de los Carreras. Si tuviera que definir a Lolita como cantante, diría que fue de las mejores que dio nuestro país. Yo he visto al público ponerse de pie para aplaudirla, no la dejaban terminar, siempre tenía que hacer uno y otro bis, porque el público se entusiasmaba muchísimo. Una gran comediante y una buena compañera de trabajo, algo distante, pero muy buena compañera de trabajo”.(julio 2006)

En aquellos años, aproximarse a un artista no era tan sencillo como puede serlo hoy. Sólo se los escuchaba en radio: a los cantantes, con sus audiciones en vivo, como durante tanto tiempo fue el caso de Lolita; y a los actores, en los famosos radioteatros que eran minuciosamente seguidos, casi con devoción, por los radioescuchas, quienes paralizaban todo tipo de tareas en los horarios en que éstos se transmitían. Para aquellos a quienes las posibilidades económicas y geográficas se los permitían, existía el teatro con la tremenda imponencia del artista en escena. Las figuras de moda eran “buscadas” en las revistas y muchas personas coleccionaban fotografías y notas, y se agrupaban en clubes de admiradores. Cuando no existía la televisión con su aporte cotidiano, o mientras no fue un medio masivo, concurrir al cine era un acto ceremonioso que permitía al público asombrarse y emocionarse con las historias de sus artistas predilectos.
En la década del setenta, la autora de este libro formó parte de un club de admiradores de Lolita, y en ocasión de una reunión organizada por este, fue invitado el actor Ricardo Passano quien refirió a los presentes una anécdota que guarda relación con el tema. Passano decía “Antes todo era muy distinto…era muy difícil que la gente pudiera llegar a estar cerca de su artista. Se lo veía como un imposible, muy lejano, como envuelto en un manto de fantasía. Una vez, iba yo caminando por una calle céntrica y frente a mí venía un grupo de chicas que, al reconocerme, no pudieron evitar una expresión de asombro que jamás olvidaré. Una de ellas se detuvo y, señalándome, dijo a sus amigas:
-Huy, miren… Ricardo Passano… ¡y está suelto!!!”
La carcajada fue general. Esa anécdota, tierna y divertida es una muestra cabal de cómo los admiradores pensaban o sentían que los artistas pertenecían a un mundo tan lejano como inalcanzable. Tal vez, hasta irreal. O, como el mismo Passano dijo “que estábamos guardados vaya uno a saber dónde”.

A finales de septiembre de 1951, en el Teatro Grand Splendid, Juan Carlos Thorry dirigió la obra “Petit Café”, de Tristán Bernard, de la que él mismo era protagonista junto a Diana Maggi y Analía Gadé. A pesar de los esfuerzos y el entusiasmo puestos en ella, la comedia no tuvo la respuesta esperada por parte del público, por lo que se pensó en buscar un `refuerzo´ que levantara las recaudaciones. Para tal cometido, el mismo Thorry convocó a Lolita, y ni bien fue anunciada su presencia se sucedieron llenos en el teatro todos los días de la semana. Visto el resultado de la actuación de su hija sobre la venta de entradas, Pedro Torres supo negociar con el empresario teatral que, para que Lolita continuara, sería razonable pensar en que encabezara el espectáculo del año siguiente. Así fue que el 15 de marzo de 1952 se estrenaba, en el mismo teatro, la comedia musical “Ladroncito de mi alma”, en la que Lolita era primera protagonista, junto al actor uruguayo Juan Carlos Mareco. El argumento fue escrito por Abel Santa Cruz y Julio Porter, y permitía durante su desarrollo varios números musicales entre los que se destacaban dos canciones interpretadas a dúo por la pareja central. Trabajaron a sala llena durante cuatro meses, más exactamente hasta la noche del fallecimiento de Eva Perón. El mismísimo Mareco contaba: “Teníamos un éxito colosal. El público nos ovacionaba de pie cada noche. Pero luego de la muerte de Evita Perón, en julio de ese año, la gente dejó de asistir a los teatros”. El dolor, el duelo por la desaparición física de una mujer amada por su pueblo, como lo fue Eva Perón, no dejaba ánimo para el esparcimiento.
Por entonces, aconteció un hecho que nada tendría que ver con lo artístico, sino con el plano personal, con el del corazón y los sentimientos que a veces, o generalmente, asaltan a las personas sin previo aviso. En los años transcurridos, luego del supuesto y fallido romance con el integrante del trío Calavera, Lolita pareció no encontrar espacio para el amor. Si lo hubo, no tomó estado público porque siempre protegió su intimidad de la mirada curiosa del periodismo. Sin embargo, en esta ocasión, una sospecha sobre un sentimiento que parecía querer anidar en su corazón, transcendió las fronteras que lo resguardaban en calidad de rumor. Según las crónicas periodísticas de la época, entre Lolita y Juan Carlos Mareco habría nacido un romance que encontraba una infranqueable barrera en la condición de casado de Mareco. Si nos remitimos a los escritos de aquellos días nos encontramos con que “el actor uruguayo no es capaz de abandonar a su familia”. Pero si leemos las expresiones del propio involucrado, a poco de fallecer Lolita, su confesión es bien distinta, ya que en la revista Caras manifestó con emoción y sin tapujos “Yo estuve enamorado de Lolita Torres y por ella lo dejé todo: mi mujer y mis hijos”. Sin embargo, en aquel lejano 1952, alguien tomaría cartas en el asunto para impedir este romance "descabellado y poco digno de una chica como ella". Y ese fue Pedro Torres, que se ocupó de poner las cosas en su lugar, los puntos sobre las íes, y no permitió de ninguna manera que este sentimiento prosperara, en caso de que Lolita lo correspondiera. Consideraba que su hija, soltera, dueña de una imagen pura y decente, no podía ni debía relacionarse con un señor casado, independientemente de que éste se separara o no de su esposa. Su padre había cuidado el buen nombre de su hija hasta en los más mínimos detalles y no podía permitir que aquella relación sin futuro hiciera añicos la reputación de la que ella era dueña. Obviamente, los mejores sentimientos guiaban al hombre, quien además era su representante artístico casi desde siempre ya que solo al comienzo de su carrera Lolita había tenido otro representante. Pedro Torres fue un hombre noble, de honesta conducta, para quien la palabra empeñada valía mucho más que un documento firmado. Amaba demasiado a su hija como para permitir que una situación, cualquiera fuera, la dañara o perjudicara. No quería verla herida. Por tal razón, aquel romance con su compañero de teatro, rumor o verdad, merecía un punto final. Una vez puestas las cosas en su sitio, se dio por terminada aquella historia y nunca más se habló del tema. O al menos, no se lo mencionó por muchos años.
Lolita continuaba con sus presentaciones radiales, pero a partir de 1951 lo hizo en el auditórium de Radio Belgrano, en lo que significó un pase radial muy comentado, que le reportó fuertes dividendos. Era acompañada por la orquesta de Ramón Zarzoso, la Rondalla Gastón y la guitarra de José María ‘Niño’ Posadas. Justamente el hijo de este último, Juan Manuel Posadas, manifiesta: “Recuerdo muy bien a Lolita cuando ensayaba junto a mi padre. Yo era chico y no estaba muy metido en las cosas de mi padre, pero siempre los escuchaba ensayar. Tampoco se me olvidan sus permanentes comentarios sobre las estupendas condiciones de Lolita, incluso cuando filmaron ‘Ritmo, sal y pimienta.’ Ellos trabajaron mucho tiempo juntos, y también con Ramón Zarzoso. Pero al separarse de éste, también se separó de mi padre y comenzó a trabajar con otros guitarristas. Recuerdo muy particularmente la interpretación que hacían de “La niña de fuego”, era impresionante. Mi padre siempre decía que los dos mejores artistas que había acompañado a lo largo de su extensa carrera fueron Lolita Torres y Angelillo. En 1966 se radicó en España, donde falleció unos años después”. (Agosto de 2006)

Respecto a sus grabaciones para el sello Odeón, cabe aclarar que Lolita grabó para la citada discográfica en el año 1944 y, luego de una pausa, volvió a hacerlo desde 1947 hasta 1957, ininterrumpidamente. Durante la década siguiente, el sello Odeón editó en discos de vinilo LP (long play), de 33 revoluciones por minuto, innumerables recopilaciones de los temas grabados en el período mencionado.
Retomando el transcurrir del año 1952, a Atilio Mentasti, que tanto sabía de cine, no le pasó desapercibido que Lolita Torres era un imán que convocaba multitudes. Dispuesto a ofrecerle libros y producciones superiores a los que había tenido hasta el momento, y sin ignorar que daría muy buenos dividendos a su productora, la tentó con un contrato para Argentina Sono Film. Pero Lolita aún debía realizar una película más para la General Belgrano, a efectos de dar por cumplido su contrato. Así fue que filmó “La Niña de Fuego”, con libro de María Antinea y Carmelo Santiago, adaptado por Miguel de Calasanz. Sobre la elección de este libro, el periodista Roberto Quirno, para su sección “El baúl de la nostalgia”, publicado en el suplemento “Última Hora”, del diario Crónica, del 22 de octubre de 1998, relataba: “Al año y siete meses del estreno de ‘Ritmo, sal y pimienta’, Lolita Torres se liberaba del compromiso contractual con los Carreras estrenando ‘La niña de fuego’, que completó la trilogía. Para el filme de su despedida de la General Belgrano, el producto fue mucho más cuidado. Nicolás Carreras desempolvó una sinopsis que le había rechazado a María Antinea, quien buscaba continuidad cinematográfica luego de ‘La doctora Castañuelas’, su única experiencia en el sello independiente Cosmos Film. Antinea había ideado para sí la historia de la inmigrante española que se hacía pasar por varón, pero los Carreras la encontraron pasada de edad. La misión de Nicolás fue convencerla de resignar el protagonismo y de que les vendiera la historia, que ya había comenzado a diagramar junto a Carmelo Santiago (Taurosi en sus documentos). Con su consentimiento, el guión fue completado por don Miguel de Calasanz”. Nuevamente, el compañero de Lolita fue Ricardo Passano, y formaron parte del elenco Mario Baroffio, Helena Cortesina y Noemí Laserre. El Heraldo del Cinematografista da cuenta de que “La niña de fuego” permaneció cinco semanas en cartel en los cines de capital y algunas más en los cines del interior, y también acerca de que fue un libro apenas bueno, aunque “la continua sucesión de equívocos le brinda un compás ágil en la acción. Las notables limitaciones de presupuesto restaron atractivo visual a la película.”
Ricardo Passano destaca: “Trabajar junto a Lolita fue una gran alegría y lo cierto es que me hubiera gustado compartir más trabajos con ella, como por ejemplo hacer teatro. El tema del beso en `Ritmo, sal y pimienta´ fue tan trascendental como la famosa cachetada de `Gilda´. Más de una vez renegué de ello porque parecía que yo no hubiera hecho otra cosa más que besar a Lolita Torres. Pero más allá de eso fue una anécdota muy linda. La carrera de Lolita fue brillante, supo mantener su calidad de cantante y actriz, cosa que en el cine argentino no es muy común. Es el mismo caso de Libertad Lamarque, fueron actrices y cantantes al mismo tiempo. Luego vino `La niña de fuego´, una película que se desarrolló tranquilamente. La escena del ring particularmente me trajo mucha algarabía porque era y soy un fanático del boxeo. Me acuerdo que Lolita me preguntaba si era verdad lo de la “piña”. De la primera película destaco la actuación de María Esther Gamas, una gran artista y gran compañera. Y de `La niña de fuego´, la presencia de Noemí Laserre, una persona estupenda, con la que ya habíamos trabajado en teatro”. (Julio 2006)

Una vez cumplidas sus obligaciones con la General Belgrano, Lolita firmó contrato con Argentina Sono Film por una importantísima cifra, constituyéndose éste en uno de los pases más comentados del momento. Por aquel entonces, era la estrella mejor cotizada de la época y lo fue por mucho tiempo. También, la que aportaba fantásticas ganancias. Luego de aquel episodio del beso en su primera película, los libros que le ofrecían eran minuciosamente leídos por su padre antes de aceptarlos. Mucho se dijo sobre la existencia de una cláusula en los contratos por la cual no podía ser besada en la boca por sus galanes, sin embargo esto siempre fue negado por la actriz y cantante quien, en cambio, sí aceptaba reconocer que era un tema conversado entre las partes, hasta llegar al acuerdo de sugerir el beso con un ramo de flores que se interponía entre la pareja y la cámara, un primer plano de sus pies poniéndose en puntillas, los novios corriendo, tomados de la mano, para esconderse detrás de un árbol o cualquier otro recurso que al autor o al director pudiera ocurrírsele.
En Argentina Sono Film tuvo oportunidad de filmar las más tiernas y románticas historias de amor, y no son pocos aquellos que cuentan que muchas de las jovencitas que iban a ver sus filmes, se sentían ampliamente identificadas con la protagonista de esas historias. La primera película que Lolita filmó para esa productora fue “La mejor del colegio”, con libro de Insausti y Malfatti y adaptación de Abel Santa Cruz. La dirigió por primera vez Julio Saraceni, quien pasaría a ser luego uno de sus preferidos y también uno de sus amigos dentro del mundo del espectáculo. Un joven actor, cuya imagen daba a la perfección con el perfil buscado para ser su compañero de rubro, es contratado por la productora: Alberto Dalbes. Juntos formaron una pareja querible, aceptada inmediatamente por el público. Es Roberto Quirno, quien relata como se produjo aquella elección: “Del casting para la película se ocupó personalmente el director Julio Saraceni. Su colega Mario Sóffici le solucionó el principal problema: encontrarle galán a Lolita. Debía ser joven, buen mozo, pero dar suficientemente mayor como para que fuera creíble interpretando a un profesor del internado. Le recomendó calurosamente a un muchacho rosarino, entrecano, pese a estar pisando la tercera década, a quien él acababa de darle una oportunidad en ‘Ellos nos hicieron así’, junto a otros jóvenes con experiencia: Alberto de Mendoza, Mirta Torres, Elena Cruz, Luis Medina Castro, etc. En cambio Dalbes (Francisco Eiras en sus documentos) tenía como mayor antecedente su paso por la revista ‘El Nacional’ en calidad de ‘boy’… Sóffici invitó a Saraceni a ver algunas secuencias de su película aún sin compaginar y el personaje fue para Dalbes, que hizo otros dos filmes como pareja de Lolita: ‘La edad del amor’ –donde conoció a una actriz debutante que se convertiría en su esposa, Monique Bond, hija del dueño de la cafetería ‘A los Mandarines’- y ‘Más pobre que una laucha’. En el ’55 la productora lo despegó de Lolita para unirlo a Elder Barber, que no respondió a las expectativas en su único filme, ‘Canario rojo’. (…) Los Mentasti habían ofrecido al padre de Lolita Torres una suma récord para arrebatársela a los Carreras, pero recuperaron con creces la inversión”. El elenco de “La mejor del colegio” se enriquecía con Francisco Álvarez como el encantador abuelo, Ramón Garay en el rol del inimitable Saporiti, con su latiguillo “Saporiti nunca se equivoca”, José Comellas, Nelly Láinez y Egle Martin. La película se convirtió en un gran éxito de taquilla. La historia de la alumna, la mejor del colegio, enamorada de un profesor al que creía casado pero que, en realidad, no lo era, ganó el corazón de la gente que por ocho semanas consecutivas asistió a las salas cinematográficas para verlos.
Era Junio de 1953 cuando se produjo su estreno en el cine Monumental. Abel Santa Cruz recibió por este filme el Premio a la Mejor Adaptación, otorgado por la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de la Argentina. Por otro lado, los compañeros de filmación, al terminar el trabajo, le regalaron a Lolita una medalla por sus condiciones de gran compañera, un hecho que la emocionó profundamente y que siempre recordó con gran cariño. Durante el rodaje, un acontecimiento singular, que en principio no tuvo la gran magnitud que adquirió más tarde, fue que entablara amistad con Aurora Delmar, una de las actrices que conformaban el elenco. “De ella podés ser amiga” habría dicho don Pedro. Sin embargo, a pesar de que se manifestó inmediatamente un atisbo de afinidad y compañerismo entre ambas, las diferentes circunstancias de la vida de cada una, hizo que no se frecuentaran tanto como podría haber sido entonces o como llegó a serlo años después. Justamente Aurora, tiene estos recuerdos de aquella filmación: “En la película Lolita era campeona de todo y para ello, por supuesto, tenía una doble. La campeona de básquet era una chica de La Plata, campeona de verdad, que apuntaba, la embocaba, y Lolita ponía la cara. Lo mismo sucedió con la escena de esgrima. Ella se reía mucho luego contándolo. En aquel grupo hubo chicas que luego fueron vedettes, como por ejemplo Egle Martin Una cosa que recuerdo de la querida Egle, que hacía el personaje de ‘la mala’, es que filmaba de morocha, y un día que teníamos que filmar una escena con continuidad, se apareció con un mechón rubio, como una luna. Saraceni, el director, se quería morir: `Pero ¿qué hiciste? ¿ y ahora qué hacemos?´, le decía, agarrándose la cabeza. Tuvo que ir `volando´ a teñirse otra vez de morocha antes de filmar la escena…La verdad es que nos divertíamos mucho, éramos muy compinches todas, como todas las jovencitas. Lolita era muy amable con todas, no tenía problemas con las chicas, era muy simpática. Fue una época hermosa”. (Marzo 2005)

Era notablemente llamativo que el verdadero amor, el gran amor, no llegara a su vida. No eran pocos los que soñaban ganar su corazón, sin embargo, ninguno lo lograba. Lolita, a los veintitrés años de edad, estaba sola. Décadas después, en una nota periodística, Lolita admitía que: “Seguramente, la forma en que fui educada me hizo ser un poco retraída cuando era jovencita, pero no puedo negar que algún cumplido galante, alguna tarjeta o un ramo de flores que por entonces recibía, me hicieron sentir muy halagada”.
Mientras tanto, su carrera profesional se afianzaba cada vez más y cosechaba los frutos de una siembra que comenzó siendo muy niña. Fue de las figuras mejor cotizadas en la radiofonía argentina. El auditorio de Radio Belgrano resultaba demasiado pequeño para dar cabida a los cientos de admiradores que acudían a verla y escucharla, formando interminables filas y agotando las entradas en el mismo momento en que la emisora las ponía a disposición del público. Existen testimonios de personas que tuvieron oportunidad de asistir a estas audiciones y cuentan anécdotas verdaderamente interesantes acerca de cómo pugnaban por entrar y robarse los lugares, con el propósito de conseguir una entrada. Matilde de los Santos se confiesa “fanática admiradora de Lolita desde que tengo memoria”. Su recuerdo vívido, fresco, emotivo, le permite transmitir aquellas vivencias suyas como si hubieran acontecido ayer: “Entre los años ‘52 y ‘53, cuando Lolita estaba en Radio Belgrano, que por esos tiempos se ubicaba en Ayacucho y Posadas, yo comencé a trabajar. Tenía entonces trece años. El problema que se me presentó a partir de ese hecho es que la radio entregaba las entradas para asistir a las audiciones, exclusivamente por la mañana. Y sin las entradas, a la noche no entraba nadie. La cantidad de gente que iba a la emisora era muy grande. Muchos con su correspondiente entrada pero muchísimos más iban sin ella, a emprender la aventura de lograr pasar al interior, ya sea burlando al portero o rogando su caridad. Eso era un caos. La gente pugnaba por entrar, se formaban avalanchas. Yo misma participaba de esas avalanchas si era necesario. Después, el que conseguía entrar tenía que esconderse o poner cara de inocente porque el portero entraba a buscarlo y, si lo encontraba, lo sacaba afuera. Yo estaba desesperada porque no sabía cómo hacer para tener la entrada y ahorrarme problemas. Por entonces, Juan José de Soiza Reilly tenía un micro en la radio, en el que hablaba de diferentes temas, todo tipo de historias. Era periodista, escritor, una persona inteligentísima y muy buena gente. Cuando lo conocí me parecía mentira que, esa voz tan dulce y amable que yo escuchaba en radio, se correspondiera con esa persona tan enorme, tan grandota, como él era. Me impresionó su tamaño. Entonces tuve una idea. Yo era alta, pero flaquita. Un día me acerqué a él, no sé de dónde saqué coraje, y le dije: `Soiza Reilly, disculpe…yo no puedo venir a buscar entradas para ver a Lolita porque trabajo… ¿puedo entrar detrás suyo?´. Primero se desconcertó. Entonces le aclaré: `Usted entra y yo me pongo atrás suyo´. Lo esperaba en la puerta antes de que entrara para realizar su micro, que precedía al programa de Lolita. Yo era muy tímida, nada caradura, pero mis deseos de verla podían más que todo eso. Soiza Reilly entraba medio de costado, saludando al portero, y yo atrás de él. Me acompañaba hasta el auditorio donde luego cantaba Lolita y él se iba al otro estudio a hacer lo suyo. Otra vez, le pedí ayuda a un violinista de la orquesta de Zarzoso. Me acerqué, me presenté y le expliqué lo que me sucedía. `¿Me permite llevarle el violín, así puedo entrar?´. Y el hombre aceptó. Entraba pegadita a él, con su violín en la mano, muerta de miedo cuando pasábamos frente al portero de la radio, que era muy estricto a la hora de determinar quién entraba y quién no. Tenía mal genio. Pero yo nunca tuve problemas. Después, el músico ya me conocía y, ni bien me veía, me decía: `Sí. Ya sé. Me vas a entrar el violín´. Me dejaba en una puerta y él entraba por la otra, la de los artistas. Así que a veces entraba con Soiza Reilly y otras con el violinista. A veces me pregunto cómo me animaba a hacer aquellas cosas, pero era mi cariño por Lolita lo que me hacía superar tantos escollos. Yo no me perdí ni uno solo de aquellos programas radiales. O sí. Uno sólo. No lo olvidaré jamás. Fue mucho después, en Radio Splendid. El portero se encaprichó en no dejarme pasar. Por más que dije de todo, supliqué, fingí ir al baño, fui a las oficinas y busqué a un jefe, la realidad fue que el portero, empecinado e intransigente, me hizo salir y no me permitió pasar de ninguna manera. Me fui de ahí corriendo, tres cuadras hasta Callao, llorando desconsoladamente, a tomar el 124 para volver a casa. Cuando llegué, fui apuradísima a encender la radio porque el programa estaba recién empezado. Yo seguía llorando como una loca y mi mamá me miraba sin entender nada. Fue horrible porque, para mí, no entrar a ver a Lolita era lo peor que podía pasarme. Parecerá mentira pero, de tantas veces que fui a verla, sólo unas pocas me atreví a hablarle, porque para mí era `lo máximo´. Le pedía a don Pedro que me enviara fotografías y él me las enviaba a casa, firmadas por ella. Aún las conservo, por supuesto. Me acuerdo de una chica en especial que se desvivía por la canción `Martirio de amor´, siempre se la pedía y cada vez que Lolita la cantaba, ella, en agradecimiento, aparecía con una caja de bombones bellísima, gigante. Cuando Lolita salía a la calle se producía un tumulto impresionante…Era tanta la gente que la rodeaba y que se empujaba entre sí para poder verla de cerca, besarla, pedir autógrafos, que casi no le dejaban pisar el suelo”.
Una vez más, en su sección “El baúl de la nostalgia”, Roberto Quirno repasaba, a finales de los años noventa, el éxito de Lolita en la radio y el cine: “(…) Lolita Torres era entonces la figura local de la canción mejor cotizada por los auspiciantes de ciclos exclusivos, por encima de la imbatible Virginia Luque, ‘la estrella de Buenos Aires’, y las ‘disputadas’ Mercedes Simone y Nelly Omar. Tita Merello, con su suculento cachet, quedaba fuera de comparación porque jamás tuvo contrato radial como ‘cancionista’. A lo sumo, en sus ciclos en Radio El Mundo (que no excedían los cinco meses, donde Mario Luis Moretti la hacía vivir a la acaudalada diseñadora de modas ‘Mademoiselle Elise’ y a ‘la Santusa de su infancia’, explotada por un tío), se despedía cantando unas estrofas de ‘Arrabalera’. (…) En 1953 la estrella más cara de la radiofonía pudo trasladar al cine su cotización, concretando el pase a Argentina Sono Film. Ya no rodaría películas de bajo presupuesto y en tiempo récord. (…)Otro gran éxito radiofónico concretaba ese año su salto al cine: Nicola Paone. El acceso de Paone a la pantalla fue el inverso de Lolita que saltó de una productora pequeña al gran sello nacional. ‘Slas Films’ se interesó en él. Paone coqueteó con el sello independiente y le dio su palabra, pero terminó firmando con los Mentasti por menos de la mitad. Había elegido el camino más corto al estrellato: el respaldo de una gran productora, su publicidad y su distribución. Fue un camino que terminó al empezar. Pese al gran aparato montado, ‘Ue…paisano’, no salió de la medianía de recaudación del resto de los filmes musicales del año, entre los que ‘La mejor del colegio’ se había cortado sola como récord de taquilla. ‘La voz de mi ciudad’, estelarizada por Mariano Mores, ‘Por cuatro días locos’, de Alberto Castillo, y ‘Me casé con una estrella’, donde el mismísimo Luis Sandrini era ‘soporte’ de Conchita Piquer (con ‘No me quieras tanto’ a la cabeza) no lograron hacerle sombra a ‘La mejor del colegio’. Castillo, Mores y Piquer no llevaron tanta gente al cine como Lolita”.
Los primeros pasos de la televisión en nuestro país acontecen en los albores de la década del cincuenta. En julio de 1951, Jaime Yankelevich, pionero en el medio, propietario y director de LR3 Radio Belgrano, viaja junto a su hijo Samuel a los Estados Unidos, para traer desde allí, y en barco, los primeros equipos: cámaras, transmisores, cables, luces, repuestos y todo lo necesario para poner en marcha la televisión en Argentina. Unos años atrás, en uno de sus viajes a aquel país, quedó fascinado frente a esa nueva tecnología cuyo potencial, como medio de comunicación, no le pasó desapercibido a su infalible y futurista olfato. “A mí no me interesa todo el dinero que haya que invertir en este proyecto, cualquier cantidad de millones sería poca”, habría dicho Yankelevich quien, entusiasmado con la idea, la expone al Gobierno de la Nación, alcanzando ambas partes un acuerdo, a raíz del cual, en el mes de septiembre comenzaron las primeras transmisiones de prueba. La inauguración oficial se efectivizó con la transmisión en vivo de un acto político: fue el 17 de octubre de 1951, día en que Eva Perón, visiblemente enferma, ofrecía su primer discurso luego del renunciamiento a la vicepresidencia de la Nación. De tal manera quedó inaugurado el viejo Canal 7, conocido en aquella época como LR3 Radio Belgrano Televisión, único canal estatal que fue cuna para la formación de artistas, técnicos, camarógrafos, escenógrafos, directores, todos ellos provenientes del teatro y el cine, medios que por entonces atravesaban su época de esplendor. Serían los propios locutores radiales las primeras figuras en asomar al nuevo medio: Guillermo Brizuela Méndez, Nelly Trenti, Nelly Prince, Adolfo Salinas, Pinky y Antonio Carrizo.
En 1953, llegaba a Buenos Aires Carmen Amaya, con su compañía compuesta por gitanos, constituyendo un gran éxito en su presentación televisiva. Antonio Prieto, anunciado como “la juventud hecha canción”, y Lautaro Murúa, llegaban desde Chile para tentar fortuna en nuestro país, cumpliendo también actuaciones en televisión. Julio Korn editó la primera revista dedicada exclusivamente a ese medio, aunque sólo duraría dos números, llamada “Teleastros”. Y Nené Cascallar, indiscutida autora de radio, escribía por entonces su primer teleteatro: “Silvia Villar, doctora”, con la actuación de Sergio Malbrán, Fernanda Mistral y Juan José Miguez. Figuras del cine y la radio, tales como Alberto Castillo, Miguel de Molina, Alberto Anchart, Leonor Rinaldi, Tita Merello, Diana Maggi, Amelia Bence y Elisa Christian Galvé, también se incorporaban a Canal 7. A estas alturas, la radiofonía comienza a inquietarse respecto al nuevo medio de comunicación. Las estadísticas, en 1953, dan cuenta de un notable avance en las ventas de aparatos de TV.
Lolita también fue de las primeras artistas cuya imagen difundía la televisión, en ocasión de que sus audiciones radiales fueran transmitidas de manera simultánea por Canal 7, primero tímidamente en 1951, sólo en algunas ocasiones en 1952, y más habitualmente a partir de 1953, La revista Radiolandia confirma estos hechos: “Ante una multitud abigarrada que colmaba el salón auditorio de la emisora –hubo que colocar altavoces en los pasillos, desbordados por los admiradores de la estrella- hizo su reaparición la gran intérprete de las canciones de la Madre Patria. Lolita Torres, la joven estrella argentina, está cumpliendo otra temporada brillantísima en Radio Belgrano, cuyas cámaras de televisión también captan sus audiciones”.
Por entonces recibía, de manera permanente, distinciones por su labor y, en ese año en particular, fueron las Medalla de Oro del Centro Región Leonesa y la Medalla de Oro del Campo Lameiro-Catoira y Catovad.

Lolita era una muchacha alegre, de buen carácter y gran seguridad en sí misma. Como ella misma relatara muchos años después, ciertas características de su personalidad se las debió a las enseñanzas de su padre, a quien siempre señaló no sólo como su gran compañero sino también como su gran maestro. Fue él quien le enseñó a cuidar detalles sobre cómo hablar, cómo caminar y hasta cómo reír. Y estas normas que pueden parecer excesivas para otro, fueron siempre valoradas por Lolita por considerar que le aportaban la feminidad que tanto apreciaba en otras mujeres y que quería lograr para sí. El excesivo control que su padre ejercía sobre su entorno tuvo también su costado perjudicial, debido a que llevó a creer a alguna de sus compañeras o compañeros de trabajo que estaban frente una estrella con ínfulas de diva. Sólo después que la trataban comprobaban que esto no era así y que la simpatía, la cordialidad y un carácter alegre eran características inmanentes de su personalidad. Desde el inicio de su carrera, su padre le inculcó el cuidado de todos los detalles. Le enseñó que el escenario había que pisarlo con seguridad y decisión, diciendo “aquí estoy yo” y le infundió la importancia de controlarse y manejar las emociones. “Una artista debe controlar sus emociones para que éstas no la quiebren”, solía decirle. Y ella, como una esponja que embebía toda el agua, absorbía aquellas enseñanzas que moldearon su temperamento y la acompañaron durante toda su existencia. También Pedro Torres, con su sabiduría de hombre que había vivido ya bastante, la preparó para las situaciones difíciles, esas en las que se amasan ambiciosos proyectos, poniendo en juego todas las ilusiones, pero en las que las cosas, por una razón o por otra, no resultan o no pueden concretarse. Entonces, él le aconsejaba “cuando esto sucede, no hay que impacientarse. Todo llega en la vida. Sólo debés saber esperar”. Lolita hizo suyas, con auténtico convencimiento, todas esas pautas y fueron ellas los rasgos más sobresalientes de su carácter. Por todo ello, fue una persona muy segura, de gran serenidad, que en la mayoría de los casos, ante proyectos o sueños abortados, supo echar mano a aquellas máximas, y mantener la calma en aguardo del momento más oportuno, que tantas veces llegaría y tantas otras no.
En sus horas de ocio gustaba de leer o de escuchar música de todo tipo, porque si bien se dedicaba al género español, amaba la música en general. El tango y el folklore le encantaban y, en especial, la voz de Carlos Gardel le llegaba profundamente. Ella misma, a la hora de explicar o explicarse por qué se dedicaba a la música española, no lo sabía precisar pues, a pesar de que sus abuelos eran gallegos, jamás se la habían inculcado. Mucho menos sus padres que eran argentinos. Esa inclinación estaba en ella, involuntariamente, como una célula más de su anatomía. Admiraba a Imperio Argentina como cantante y actriz, como artista en general. También a Miguel de Molina, a Concha Piquer y a Carmen Amaya. En su corazón había un sitio especial para la música de Galicia por el inmenso amor que tenía por sus abuelos, pero por ser argentina pudo hacer algo que los mismos españoles no hacían ni harían jamás: cantar, con amor, a cada una de las regiones de España. Por su voz privilegiada pasaron jotas, schottis, pasodobles, farrucas, sardanas, rumbas y todos los géneros de la península ibérica, con profundo sentimiento, con indudable respeto y en un constante homenaje a esa tierra que tanto amó mucho antes de conocerla.
El maestro Ramón Zarzoso, quien fuera inspiradísimo compositor, continuaba dirigiéndola y mucho de lo que Lolita había aprendido se lo debía a él. Grandes obras, junto a Salvador Valverde en las letras, fueron compuestas especialmente para ella, que las convirtió con su interpretación en éxitos inolvidables. Otras, aunque fueron creadas para otros cantantes, solo en su voz adquirieron popularidad. Algunos ejemplos de ambos casos son No me mires más, El gitano Jesús, España de risa y de llanto, Cantando soy española, De rompe y rasga, Los cuatro pañuelos y Coimbra divina. Otro autor de las letras que popularizó Lolita por aquel entonces y que sería injusto olvidar, fue Gerardo González, con quien Zarzoso compuso Charra de Salamanca, Dulce Cataluña, Chulona, Tacita de Plata y tantas más. Algunas de esas canciones, Lolita debió cantarlas hasta en sus últimos recitales, porque el público continuaba pidiéndoselas.
Todo se iba dando en su vida como en el sueño más ansiado por cualquier chica que deseara ser artista: radio, cine, teatro, centros españoles, eventos, colmaos, discos, prácticamente todo se abría ante ella como un par de brazos enamorados. A veces solía coquetearle al éxito cuando en medio de un reportaje periodístico declaraba: “Cuando me enamore, no dudaré en dejar mi carrera si esto hiciera falta” y, a pesar de la provocación, él éxito no la abandonaba.
En 1953 filmó una película que le abriría puertas insospechadas en ese momento. El título previsto en primera instancia fue “Siempreviva”, pero pronto fue cambiado por el que sería definitivo: “La edad del amor”. Su argumento narra la historia de Soledad Reales, `la Chispera´, una cantante a punto de comprometerse y casarse con Alberto Méndez Tejada, abogado de reconocido prestigio social y considerable fortuna. Sin embargo, el padre de éste interviene momentos previos al compromiso, instando a Soledad a dar un paso al costado para liberar a su hijo de lo que, a su criterio, es un matrimonio desigual debido a las diferentes clases sociales de ambos. Tiempo después, Soledad, se casará con un compañero de teatro, de cuya unión nacerá Ana María. También Méndez Tejada contrae enlace con la mujer que su familia tenía elegida para él y ambos tendrán un hijo que, por tradición familiar, llevará su mismo nombre y que, también por tradición, igual que su abuelo y su padre, deberá ser abogado. Sin embargo, el muchacho, es un pésimo estudiante y tiene, en cambio, una marcada vocación hacia la música, igual que Ana María, quien desea triunfar cantando. Juntos lograrán imponer sus condiciones artísticas y el sueño de amor que, años atrás, no pudieron cristalizar sus padres.
Los dos personajes femeninos estuvieron encarnados por Lolita. Alberto Dalbes y Floren Delbene tuvieron a su cargo los roles masculinos.
La edad del amor” fue estrenada el 29 de enero de 1954 y recogió excelentes críticas. “Muy buen libro y dirección. Diálogos naturales y fluidos. Lolita Torres supera sus trabajos anteriores, excelente en ambos aspectos de su labor, tanto como cantante como actriz, donde manifiesta con la desenvoltura y simpatía que ya se le conocen, excelentes cualidades interpretativas tanto en la comprensión de sus dos personajes como en los recursos con que les da vida”. Una canción en particular, interpretada en esta película, pasaría a convertirse en uno de sus más grandes sucesos, “No me mires más”, que junto a “Chulona”, también interpretada en la oportunidad, fueron grabadas el 18 de marzo de 1954 para el sello Odeón, convirtiéndose en un éxito colosal. La interpretación de “Coimbra divina” fue otro de los grandes momentos musicales del film. Alguien dijo alguna vez que Lolita Torres salvó al cine nacional del derrumbe económico. Cabe señalar que, sin embargo, no siempre le fue suficientemente reconocido.
Lolita Torres significó muchas cosas a la vez. Para algunos fue la hermana, para otros la hija, para muchos la novia que hubieran querido tener. Para las chicas, era el compendio de lo que ansiaban para sí, un espejo en el que gustaban mirarse, en una época en que la mujer luchaba por sus ideales de independencia, oportunidades e igualdades sociales.
Además de realizar presentaciones personales en diferentes escenarios, Radio Belgrano continuaba contándola entre sus más destacadas figuras. Realizó ese año, un ciclo que fue desde el 4 de octubre al 29 de diciembre, con dos audiciones semanales. La dirección musical era del maestro Ramón Zarzoso, con participación de la Rondalla Gastón y de Gerónimo Fernández en la guitarra. Los recitados estaban a cargo de Julián Pérez Ávila.
En el transcurso del mismo año filma “Más pobre que una laucha”, una comedia del autor húngaro Ladislao Fodor, adaptada por Abel Santa Cruz y dirigida por Julio Saraceni, en la que contó como compañeros de rubro a George Rigaud y Alberto Dalbes, y en la que la actuación de Ramón Garay descolló nuevamente dentro del inefable personaje de Saporiti. El estreno se produjo en enero de 1955 y permaneció diez semanas en cartel. La publicidad de entonces rezaba “aplaudida por los críticos, consagrada por el público”. La crítica la apoyaba. “como cantante y actriz saca amplio partido de su personaje aportándole encanto y simpatía. Muy buenas actuaciones. Buen manejo de la dirección”.

Horace Lannes, modisto de Lolita en tantas oportunidades, hizo su primer trabajo para ella en este film. Con gran pasión, sumergiéndose en recuerdos y rescatando detalles, relata: “En 1954 yo era exclusivo de Zully Moreno y Luis César Amadori, pero ellos me dieron permiso y pude aceptar el contrato para hacer `Más pobre que una laucha´, que fue mi tercera película de las ciento siete que hice. Luego la vestí en ‘Joven viuda y estanciera’ y ‘Allá en el norte’. En teatro, ‘Según pasan los años’, ‘Cantares y jaleo’, ‘Mundo de candilejas’ y para las giras de Rusia. Volviendo a mi primer trabajo con Lolita, me contrataron porque querían cambiarle el look que era ingenuo y que, siendo aún muy ingenuo el personaje de la película, porque encarnaba a una chica pobre que luego va a Paris, querían producirle un cambio. Analicé el libro, la historia, y fue por primera vez que le puse los vestidos sin hombros, los llamados `strapless´, que tan bien lució. A don Pedro, su padre, no le gustaba mucho la idea, él no quería que llevara los hombros descubiertos ni rellenitos en el escote y el busto, porque ella era muy chatita y había que realzar sus formas. El hombre estaba un poco reticente pero al final lo convencimos, comprendió, y ella salió muy elegante en la película. Lolita tenía cincuenta y tres centímetros de cintura. Le hice cortar el pelo, busqué un estilo diferente. Ahí muestra las piernas, en un número en el que sale de apache francesa, con un traje cortito de raso, con un tajo en la pollera. En cambio, en el cuadro que hace de laucha, ahí sí tuve que dar marcha atrás. Yo quería un traje de raso blanco, con una mallita, pero el padre dijo `no ¿cómo va a salir así?´. Entonces terminamos haciendo una laucha gris, en un jersey, y además con medias. Yo hubiera querido de blanco y de raso, que era más sensual, y ella no hubiera tenido problemas en vestirse así, no le hubiera importado, porque sabía que la imagen se habría logrado mejor y que no tenía nada de malo, pero fue el papá”. (Abril 2007)
Fue justamente durante la filmación de esta película cuando se mudó a Eduardo Acevedo 502, esquina Aranguren, en el barrio capitalino de Caballito, a una casa que costó “medio millón de pesos, y amueblarla casi doscientos mil más” aseguraban las publicaciones del momento, “la suma de nuestros ahorros está en esa casa” decía Lolita. Su padre, gran administrador del dinero de su hija, invirtió en esa vivienda, que anteriormente había sido un petit hotel, lo reformó y dotó de las mejores comodidades.
Los filmes de Lolita, lo mismo que los de las más notables estrellas del cine nacional, se vendían muy bien en Latinoamérica. Aquel año, un grupo de empresarios rusos ligados a la industria de la cinematografía, viajó a Argentina con el propósito de comprar un paquete de películas que se ajustaran a ciertas características, como que estuvieran exentas de escenas de sexo y de violencia. Entre las películas elegidas estaba “La edad del amor”. Y éste hecho, que podría haber significado una mera transacción comercial, se convertiría en cambio en la piedra basal para una relación de amor incondicional entre todo un pueblo y una artista, de países sumamente lejanos y de culturas muy diferentes, construidas exclusivamente sobre los sólidos cimientos de la admiración, por parte de unos, y el respeto, por parte de la otra.
Mientras tanto, y en esta ocasión para Artistas Argentinos Asociados, comienza la filmación de “Un novio para Laura”, que también tuvo libro de Abel Santa Cruz y dirección de Julio Saraceni. En ella, en la última escena, en la cual Lolita cantó “Desperta meu amor”, se hicieron las primeras pruebas en color para el cine de nuestro país. Su compañero de rubro fue Alberto Berco y su estreno se concretó en mayo de 1955, a menos de cuatro meses de “Más pobre que una laucha”. La crítica diría entonces “el TEAM Lolita-Saraceni-Santa Cruz por cuarta vez hace impacto. Un tema liviano pero simpático da firme sostén a director e intérpretes para obtener una comedia ágil y llena de simpatía que se ve con agrado. Lolita Torres confirma excelentes dotes que ya le hemos aplaudido para el género”.

Liria Marín fue quien encarnó el personaje de la hermana del medio. Al momento de esta entrevista, abril de 2007, tiene setenta y seis años, está llena de recuerdos y le produce gran alegría y mucha emoción poder rescatarlos de su memoria y compartirlos con quien desee escuchar: “Yo tenía todo un enamoramiento desde chica con Lolita, apenas comenzó su carrera. Mi mamá me llevaba a todos los colmaos donde cantaba porque yo tenía fascinación con ella. Y si hubo algo que nunca soñé cuando empecé mi carrera de actriz, es que llegaría a trabajar con ella. Nunca, nunca, se me ocurrió. En Artistas Argentinos Asociados yo tenía un contrato por tres películas y tuve la suerte de que una era la de Lolita. Para mí fue fascinante. No pude filmar las otras dos porque tuve un accidente muy grande, que me ocasionó fracturas en la cabeza, estuve muy grave, me quedó una marca importante en la frente y, a raíz de eso, yo misma decidí rescindir mi contrato. Trabajar junto a Lolita fue una experiencia maravillosa. Era una persona muy reservada y muy educada también. Cuando llegaba al estudio saludaba a todo el mundo con mucho cariño, con mucha amabilidad. Se preocupaba no sólo por ella sino por todos los actores. Me acuerdo que un día estábamos Lolita, Rolando Dumas y yo en una confitería, realizando la toma de una escena. Estábamos filmando y ella, de pronto, dijo `corten´. No sabíamos por qué había pedido el corte si el diálogo estaba bien. Entonces llamó a la maquilladora, y sin que los demás escuchen, sin levantar la voz para nada, le dijo `mirá, acá a todos los actores, desde el último hasta el primero, se les tiene que corregir cualquier defecto que tengan en el maquillaje, no solamente a mí. Liria tiene sobre la mejilla derecha un manchón, sacáselo y seguimos´. Tenía una profesionalidad y un respeto hacia sus compañeros casi increíbles. Además, ella y yo éramos muy cómplices. Lolita transmitía con los ojos una bondad tan grande que contagiaba serenidad al compañero con el que trabajaba y generaba una corriente de confianza muy importante. A mí, por ejemplo, me agarraba las manos, me las apretaba, antes de comenzar un diálogo, y me miraba guiñándome un ojo, como diciendo `èsto va a salir bien´. Porque, claro, ella tenía experiencia pero yo no. Teníamos una conexión maravillosa. Nunca me faltaron sus palabras de aliento para seguir adelante con esta carrera. Yo no tuve hermanos pero el sueño mío, de haber tenido una hermana, era que hubiese sido Lolita. Y en la película el sueño se cumplió. Yo había ido a verla a El Tronío, a Goyescas, al Grand Splendid, y por eso trabajar a su lado para mí fue muy emocionante. Cuando terminamos la filmación, nos dimos un abrazo muy grande, muy fuerte. Alcanzamos una gran comunicación que, lamentablemente, por razones de trabajo de ambas y también de mi accidente, no pudimos plasmar en una amistad. Yo tuve que empezar todo desde abajo otra vez, fue muy duro. Nuestras carreras fueron por caminos separados”. Liria Marín no oculta la tristeza que le produce el olvido y la falta de reconocimiento hacia figuras de la escena nacional. Un hecho en particular parece escaparse de toda lógica, y es cuando cuenta que “Fui la primera cara que salió en televisión y nunca me hicieron un reportaje. Cuando don Jaime Yankelevich trajo la televisión a Radio Belgrano, salían solamente locutores. Primero sólo era la imagen y los locutores estaban en cabina. Después de un tiempo, los locutores comenzaron a aparecer en cámara. Cuando don Jaime, que ya estaba muy enfermo, contrata a José Iturbi, un pianista que trabajaba en Hollywood, y al que trae de Estados Unidos como primer número importante, decide que sea anunciado por Jaime Mas, presentador de Radio Belgrano y el mejor locutor de la emisora. Pero también pensó en una figura femenina que saldría de entre el elenco de actrices que trabajaban en la radio. Entre todas, don Jaime me eligió a mí. Yo tenía que decir `Y con ustedes…´, entonces Jaime Mas completaba la frase diciendo el nombre del pianista `José Iturbi´. Lo presentábamos entre los dos. Y esa actuación fue televisada. Me acuerdo como estaba vestida, me acuerdo que me temblaban las piernas, me acuerdo de todo porque fue muy importante para mí. Cuando fui a hacer `un toro´ con Alberto Closas, en el Teatro Avenida, en la obra `Simplemente un burgués´, un productor me trajo ese recuerdo. Me dijo que tenía ese primer libro guardado y que yo estaba ahí. Él me confirmó que fui la primera mujer que salió al aire. Sin embargo es algo que nunca nadie me ha reconocido.” (Abril 2007)

Fuera del set de filmación y en el terreno personal, Lolita parecía no encontrar a ese hombre soñado, para el cual reservaba sus mejores sentimientos. Era una muchacha alegre pero algo tímida que, en general, no asistía a fiestas del ambiente. La revista Radiolandia analizaba su personalidad: “No corren parejos, ciertamente, su enorme popularidad y su creciente prestigio como estrella, que tiene la virtud poco común de batir verdaderos récords cada vez que se estrena alguna de sus películas con ese, su casi permanente retraimiento, su amor por el hogar y la familia, y su constante preocupación por el trabajo y las obligaciones que de él surgen. Así, se da en Lolita Torres la existencia de dos personalidades: la de la artista que se revela chispeante, desenfadada cuando hace falta, vivaz siempre y singularmente eficaz para sacarle partido a sus personajes. Y la de la mujer, que más de una vez ha confesado que rehúye casi siempre de las fiestas, que se siente atacada de timidez cuando se haya en reuniones con colegas y que se ruboriza como una niña cuando le dirigen un piropo.” Y agregaba luego, sosteniendo la teoría de que la reciente compra de su nueva casa estaba emparentada con las ansias de sentirse libre: “este paso tiene un valor que va más allá del dinero y de la posesión material. Significa que la estrella se siente dueña de su destino.” En 1955, Lolita tuvo su propio auto, ya que hasta entonces compartía con su padre el mismo vehículo. Horace Lannes aporta un dato al respecto: “Su papá manejaba y ella iba sentada atrás. Jamás a su lado. Es que así eran las cosas en aquellos tiempos, la idea de la época. Las estrellas iban sentadas en la parte de atrás”.

Un mes más tarde del estreno de “Un novio para Laura”, el día 11 de junio de 1955, a muchísimos kilómetros de la República Argentina, y sin que su protagonista imaginara siquiera la trascendencia descomunal que ese hecho tendría en su trayectoria artística, se estrenaba en Moscú “La edad del amor” y desde ese mismo momento nacía un sentimiento que ya jamás podría detenerse sino que, por el contrario, iría en constante crecimiento. El pueblo ruso se enamoró profundamente de aquella `Soledad Reales, la chispera´, nombre de su personaje, que los cautivó irremediablemente desde una pantalla de cine. Lolita Torres les transmitió con su mirada, con sus expresiones y fundamentalmente con su voz, una emoción nunca antes experimentada para con otro artista. Ya nunca más dejarían de admirarla y amarla. Y aunque pasarían varios años antes de que los visitara personalmente y pudieran tenerla cerca, ellos comenzaron a sentirla como suya.
La edad del amor” se proyectó en veintinueve salas cinematográficas y veintiséis clubes, todos ellos en Moscú. Aún así, los espectadores hacían interminables filas para verla, algunos en repetidas ocasiones. Un relato de Olga Fomichiova, admiradora rusa de Lolita, da una idea real de cómo eran las cosas en aquel lejano país, con respecto a esta figura que los estaba conquistando: “Aquello que yo presencié, es una muestra cabal del “amor a lo ruso”. Yo era una nena de apenas diez años e iba con mis amigas a ver cada función de ‘La edad del amor’. Cada vez tenía que hacer unas colas inmensas, las taquillas de venta estaban atestadas de gente gritando y empujándose con viva pasión por miedo de no conseguir las entradas. Esas taquillas se hallaban trasponiendo unas puertas que la gente forzaba con ímpetu para poder pasar. Yo hacía la fila una y otra vez, todas las que hiciera falta para volver a ver la película. Entonces vi a una muchacha de unos dieciocho o diecinueve años, apretada de todos lados, empujando, y abordando la taquilla, cuando de pronto su brazo se quedó atrapado entre las puertas. El griterío fue tremendo, pero a pesar de todo la chica no se retiró, ni se desmayó, ni corrió al médico. Ató un pañuelo a su cuello y con el brazo colgado en él, siguió adelante, atacando con más entusiasmo aún. Finalmente logró comprar su tan ansiada entrada e ingresó a ver la película. Después supimos que tuvo una fractura muy seria y, obviamente, tuvo que ser asistida por los médicos, pero eso fue después...Lo primero y principal para ella fue ver a su actriz adorada ¿El brazo? ¡Qué importaban todos los brazos si cantaba Lolita Torres! Y esta historia es sólo un ejemplo, entre muchos otros, de cómo es el “alma rusa” porque cuando un ruso ama, olvida sus dolores, se olvida de sí mismo y se entrega totalmente. Así se ponía la gente por Lolita. Y no es porque padeciéramos de falta de películas o porque después de la guerra sólo ansiáramos ver algo hermoso y divertido, como hemos leído por ahí ¡que no, señor! Hubo muchas películas soviéticas y extranjeras (italianas, francesas, españolas, norteamericanas) que también eran musicales, alegres y lindas, pero el secreto estuvo en la misma personalidad de Lolita, en su atracción irresistible, en su encanto sobrenatural. Sólo una actriz y cantante provocó este amor gigante en todo este inmenso país y vive hasta hoy en los corazones de la gente que la vio alguna vez: Lolita. Ella es el milagro. No es sólo un éxito, es mucho más”. (Abril 2007)
Este amor inconmensurable de los rusos por Lolita, hizo que comenzaran a interesarse por conocer cosas de Argentina y fue también la llave que más tarde abrió las puertas del lejano país a tantos otros artistas nuestros, quienes fueron siempre bien recibidos por el sólo hecho de proceder de la misma tierra que su artista predilecta.
Al decir de Atilio Mentasti, uno de los dueños de Argentina Sono Film: “La época de Lolita Torres en nuestra empresa fue muy importante para nosotros. Captamos sus condiciones de cantante y también de buena actriz. ‘La edad del amor’ causó sensación en Rusia. Consagró a Lolita y dio a conocer una película argentina. Era tan popular que, al llegar barcos rusos a Buenos Aires, lo primero que hacían los marineros era venir a pedirnos sus autógrafos. Por supuesto, los poníamos en contacto con ella, que siempre accedió de muy buena gana”.

Por otro lado, la radio nunca soltaba su mano. Lolita Torres era una figura importante de la que valía la pena no prescindir. Otra vez fue Radio Belgrano la emisora que tendía un puente para la comunicación entre la cantante y su público. Desde junio hasta agosto, y desde octubre hasta diciembre de 1955, Lolita realizó cincuenta y una audiciones radiales, a un ritmo de dos presentaciones semanales. Nuevamente los músicos que la acompañaban eran el genial Ramón Zarzoso, Gerónimo Fernández y la Rondalla Gastón. También como siempre, Julián Pérez Ávila, con su voz tan particular, se hacía cargo de los recitados previstos para cada programa. El auditorio de la radio, atestado de público en cada una de sus presentaciones, conformaba una postal repetida, aunque no por repetida menos emotiva y conmovedora.
Fabián Apolito es un creativo informático que quiso reverdecer una historia guardada, con mucho amor, en un rincón de su memoria: “Soy nieto de árabes, por parte de madre, y de italianos, por parte de padre. Nací en 1963 y mi abuelo falleció en 1960. Mi mamá siempre nos contó la admiración que su padre tenía por Lolita Torres. El se llamaba Elías y llegó con mi abuela Juana, en barco, a principios del siglo veinte, para instalarse en Floresta. En los años en que Lolita era jovencita y triunfaba, hubo un incendio importante en la cuadra donde vivía mi abuelo y por lógica todos corrían a la calle, con una mezcla de miedo y curiosidad. Ese mismo día Lolita cantaba en la radio y él se había preparado con anticipación para escucharla, por eso fue el único que no salió a ver qué pasaba y cuando lo fueron a buscar adentro de la casa, lo encontraron al lado de su radio, escuchando a Lolita a todo volumen. Todos se apresuraban por contarle, en forma alarmada, lo que estaba ocurriendo afuera pero él, con gran fastidio, dijo que no se movía de ahí hasta que terminara el recital de Lolita Torres. Mi abuelo era carpintero y su cuñado, que bajó del mismo barco en Colombia, le escribía pidiendo discos argentinos de los artistas más conocidos. Entonces él fabricaba unas cajas especiales de madera para que no se rompieran aquellos discos de pasta y le enviaba a Colombia los discos de Lolita, que compraba en forma repetida para no quedarse sin el suyo”. (Diciembre 2006)


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