miércoles, 26 de mayo de 2010

PARÉNTESIS III


“Soñar aquellos días
que la vida era hermosa,
recordar aquel tiempo
tan feliz del ayer
oh, memoria,
vuelve atrás….”
(13)


Luego de aquellas primeras oportunidades de ver y escuchar cantar a Lolita “de cerca”, se irían desencadenando, muy gradualmente, distintos hechos o circunstancias que me permitirían no sólo una mayor frecuencia en los acercamientos con “mi ídolo”, sino también algo que para mi fue fundamental, algo que me aportaba satisfacción y me hacía sentir orgullosa de mí misma: era cuando Lolita, rodeada de numeroso público a la salida de un teatro, me veía en medio de la multitud, e inmediatamente decía `hola querida´ u `hola Norita´. Esto significaba que Lolita me reconocía, sabía quien era yo, lo cual era, en sí mismo, un regalo invalorable del cielo y de la vida.
De tanto en tanto le escribía cartas que, en un principio y hasta que la misma Lolita me proporcionó su dirección particular, enviaba a la joyería de su esposo. Hubo una en particular que marcó un antes y un después en la forma de relacionarnos porque, cuando yo comprendí que ella no sólo leía mis cartas, sino que además las valoraba y guardaba, comencé a usar ese mecanismo para decir cosas importantes y dar a conocer qué clase de persona era yo. El origen de aquella misiva fue un recital que Lolita hizo a fines de 1976, en Canal 11. Aquel hecho me dio pie para volcar muchos pensamientos de un modo más maduro quizás, a como lo había hecho hasta entonces. También yo había crecido, tenía veinte años, la niñez estaba lejos y la adolescencia superada. A los diecisiete, Marta dejó de ser mi amiga, terminé el bachiller y enseguida comencé a trabajar como administrativa. Una nueva persona con la que nos conocíamos desde muy chicas, también llamada Marta, pasaría a ser mi amiga inseparable, casi hermana, desde entonces y para siempre. A los dieciocho me puse de novia con Marcos. Y a pesar de que ya no era la niña que lloraba desconsoladamente al pensar que su ídolo era una persona inalcanzable, la joven en que me había transformado se seguía conmoviendo, honda e invariablemente, cuando escuchaba cantar a Lolita o veía por enésima vez sus películas o leía un nuevo reportaje en una revista.
La cuestión fue que Lolita disfrutaba de unas vacaciones en Punta del Este, y Lole, su marido, le llevó mi carta que, por una de esas cosas raras de la vida, omití firmar. Pronto recibí respuesta de Lolita, que me escribía desde Uruguay, agradeciendo muy cariñosamente mis conceptos y pidiéndome que “Cuando te sea posible, pases por el negocio de mi esposo para firmarla, porque unas líneas tan lindas deben tener tu firma”. Por supuesto, no daba crédito a lo que estaba sucediéndome ¿Lolita me había escrito a mi? Si, me había escrito y yo estaba muy, pero muy, feliz.
La tarde que fui a firmar esa carta, Lole Caccia se la dio a leer a Pedro Torres, que casualmente estaba ahí. Luego de leerla, el hombre se acercó y me dijo “Le agradezco mucho estas palabras que ha dirigido a mi hija”. Yo estaba muda desde que entré al lugar: frente a mí estaban el marido de Lolita, a quien había visto apenas dos o tres veces, y nada menos que su padre, una figura mítica en su vida. Aquella vez, Lole Caccia me regaló fotografías y un afiche de cuando Lolita estuvo en España, un tesoro que temblaba en mis manos y que, inmediatamente, hice enmarcar para colocarlos en la pared de mi habitación.
En aquel año 1977 varios fueron los acontecimientos de singular relevancia en mi faceta de “fan”, palabra un tanto desagradable si se tiene en cuenta que se la asocia, casi instantáneamente, con una persona con brotes histéricos originados en la idolatría hacia un artista. En aquella etapa de su trayectoria, Lolita no inspiraba ese tipo de manifestaciones desequilibradas, sino más bien admiración y cariño. Y yo, por mi parte, siempre estuve muy lejos de dar con aquel estereotipo de fan. Lolita generaba en mi muchísima admiración y, por sobre todo, infinito respeto. Por eso, la palabra “admiradora” me caía mejor. Sin embargo, todos aquellos que me conocían mucho me definían como “una gran fanática de Lolita Torres” y entonces, ante lo irremediable de lo evidente, este asunto de ser su “fan” pasó a ser casi una profesión de la que sentirme muy orgullosa por todas las satisfacciones que me procuraba. Aun así, no puedo ocultar, que esa carga de sentimiento hacia una artista de las características de Lolita, también producen un importante desgaste emocional y generan hasta situaciones de angustia, difíciles de comprender para quien no tiene vivencias similares.
Por aquel entonces, leí en una revista que se creaba un Club de Admiradores de mi artista, noticia que me produjo una gran alegría y también, no puedo negarlo, una gran sorpresa, dado a que no resultaba algo tan común que admiradores de Lolita se agruparan para compartir sus cosas, como sí había sucedido en los años cincuenta cuando funcionaban varios clubes suyos. Sin pensarlo mucho, y con gran ilusión, me asocié a ese Club que funcionaba en Capital y que me permitió ganar algunos amigos y participar de cenas y homenajes a Lolita que nunca habían entrado en mis planes, ni siquiera en mi imaginación y que, además, se constituían en el vehículo propicio para lograr un mayor acercamiento. Yo la conocía un poco más cada vez. Y ella a mí también. Paralelamente, ganaba la confianza de Lole Caccia y, fundamentalmente, su cariño. Ese sentimiento lindo, sano, que tantos momentos emotivos me proporcionó, fue un puente de afecto que me permitía siempre llegar a Lolita con alguna preferencia de parte de ambos que mi alma, loca de contenta, siempre agradeció.
La primera situación `mágica´ creada en torno a aquel Club de Admiradores fue el recibimiento en casa de Lolita, a un grupito de ocho personas entre las que tuve la suerte de contarme. Llegué a su casa a puro nervio y con la respiración entrecortada, con la sospecha de que al verla no sabría ni siquiera de qué hablar. Cuando me vi en su piso y la vi aparecer a ella, sonriente, tranquila y de entrecasa, en mi cabeza y en mi cuerpo se procesaban tantas inmanejables emociones que, aún hoy, me resultan difíciles de describir. Y es que yo estaba ahí, en esa casa que tantas veces había visto en fotos de revistas, mientras todo se desplegaba ante mis ojos, bajo el foco inquieto y ansioso de mi mirada, intentando retenerlo para siempre: el piano de cola, los abanicos, los jarrones, las vitrinas repletas de premios y objetos de arte, y Lolita hablándonos, intercambiando opiniones y adelantándonos su próximo trabajo en el Odeón. Aquel fue un momento importante para quienes sentíamos un cariño tan hondo por esa mujer.
A través del prisma de mi admiración, yo imaginaba que Lolita era una mujer especial, profunda, diferente, pero sobre todo superior. Sería por eso que nunca jamás, ni siquiera cuando pasaron tantos años de conocernos, su presencia dejó de inhibirme. Era, ante mis ojos, una mujer inmensa… y yo, apenas, un ser pequeñito.
La temporada del Odeón, que se extendió algo más de un mes, fue la llave que yo necesitaba para entrar al mundo artístico de Lolita con cierta frecuencia ya que, en mucho tiempo, era la primera temporada más o menos larga que hacía. “Cantemos Juntos” fue un espectáculo que vi aproximadamente unas diez veces en los cuarenta días que duró, a lo que debo sumarle todas las ocasiones en que pude presenciarlo en teatros de la provincia de Buenos Aires. El mismísimo Ariel Ramírez, y todos los músicos que integraban el conjunto, comenzaban a conocerme porque me veían a la salida del teatro saludando a Lolita, a veces con un ramo de rosas en las manos, otras simplemente conversando. La cuestión es que empezaban a individualizarme también. Lo mismo sucedía con Marcos, mi novio, que en muchas oportunidades me acompañaba.
Si aquella temporada del Odeón me había dado una felicidad inmensa, ni qué decir cuando se anunció la del Estrellas, al año siguiente, con “A mi manera”, espectáculo que estaría en cartel durante cuatro meses. No lo podía creer de tan feliz que estaba. Veintidós veces fui a ver “A mi manera” en aquella sala capitalina, y muchas otras cuando Lolita lo presentó en el Gran Buenos Aires. Terminada la temporada, también se sucedieron actuaciones con Ariel Ramírez en diferentes escenarios, o sea que Lolita alternaba con ambos espectáculos. Y yo, gran devoradora de su arte, asistía a cuantos de ellos podía. Cada vez que Lolita o su esposo me veían en el teatro, asombrados y risueños, con un tono muy afectuoso, me decían: “¿Otra vez aquí? Dios mío ¿no te aburrís?” Pero yo me daba cuenta que, aquel cariño que le brindaba a Lolita, la enorgullecía y estaba feliz de recibirlo. El matrimonio Caccia era muy cariñoso conmigo, siempre tenían una sonrisa para mí, un gesto simpático o una palabra tierna o graciosa. Lo mismo sucedió luego con Marcos, mi novio. Cuando Lolita salía del teatro y lo veía en el hall de entrada, le daba un beso y le decía: “¿Otra vez aquí? Decile que no. No le hagas caso. Ponete firme y no vengas” Y todo el mundo a su alrededor reía y disfrutaba.
Me gustaba analizar las actitudes y reacciones de Lolita frente a la gente que se quedaba en el hall, esperando su salida, para pedirle autógrafos. Pero jamás la atosigué con mi presencia. Solía pararme a una distancia prudencial, escuchando qué le decían y qué respondía y, a veces, se generaban situaciones de antología, dignas de la más minuciosa observación. Otra cosa que solía hacer cuando terminaba un recital, durante el tiempo de espera hasta que ella salía de los camarines, era ir al toilette y demorarme frente al espejo, corrigiendo mi maquillaje, o peinándome, sólo para escuchar los comentarios del público femenino, es decir, qué canción había gustado más, cuál menos, o cualquier otra disquisición que el espectáculo originara. Me guardaba todo aquel bagaje de situaciones, palabras y gestos, en un rinconcito del corazón, y las apretaba muy fuerte, como quien intenta hacer una reserva de emociones, porque yo sabía que aquellas noches de encuentros y música podían terminar en cualquier momento. Nada de aquello dependía de mí. Es decir, si Lolita decidía dejar de trabajar, o si de pronto dejaban de ofrecerle trabajo, yo dejaría de verla. Y esa es una de las cosas que producen angustia en un “fan”: saber que, a excepción de los sentimientos, nada depende de una.
En una de aquellas noches de música, se produjo una situación graciosa que nunca olvidaré. Fue luego de un recital que Lolita y Ariel hicieron en el Teatro de La Cova, en Martínez. Era una hermosa noche de Diciembre, serena, estrellada y con una temperatura muy agradable que, al terminar el show, invitaba a quedarse en la vereda, conversando tranquilamente. Y eso es lo que hicimos Marcos y yo, con Lolita, Lole, Ariel, Lalo Benítez y Juan Carlos Gramajo, desmenuzando pormenores de la función y también sobre otros temas. Por aquel entonces Ariel Ramírez tenía un auto Peugeot 504, y mi novio y yo, también. Luego de un rato de aquella improvisada charla, decidimos retirarnos, así que saludamos despidiéndonos hasta la próxima, mientras el grupo de artistas continuaba su conversación. Marcos y yo nos dirigimos hacia nuestro auto. Fue entonces cuando, para nuestra desesperación, comprobamos que habíamos dejado la llave adentro del coche. No sabíamos que hacer. Además, yo era muy tímida, sobre todo frente a Lolita. Me daba mucha vergüenza decir lo que pasaba. Mi novio, buscando una solución, me dijo "¿y si le digo a Ariel?". Mi primera reacción, fue un `no´, que dije casi espantada. Pero luego de pensarlo, comprendí que era una alternativa válida y que no tenía mucho para elegir. Era al menos una posibilidad. Marcos se acercó a Ariel y le comentó lo que sucedía, preguntándole si nos permitía probar con su llave. Por supuesto, Ariel Ramírez aceptó de muy buenos modos. Él mismo vino con su llave e intentó abrir nuestro auto, pero no fue posible. Entonces nos dijo: "Esperen un momentito. Esto lo arreglamos enseguida". Fue hasta su auto y trajo una llave o barreta, no me acuerdo bien, con la que comenzó a hacer palanca hasta lograr abrir la ventana del techo, por donde a Marcos le resultó muy fácil alcanzar la llave. Yo estaba junto a Lolita siguiendo el desarrollo de la imprevista escena, con mucha timidez y algo de vergüenza. Seguramente para ella fue una cuestión de nada. En cambio para mi, desde mi inhibición que todo lo magnificaba, y con Lolita parada al lado mío, aquello se convertía en una situación caricaturesca de la que hubiera querido desaparecer. Sin embargo, cuando el inconveniente estuvo subsanado, todos nos echamos a reír muchísimo y las bromas se sucedían una tras otra. Después de tal experiencia, cada vez que Marcos y yo relatábamos esa anécdota solíamos rematar diciendo "Son lujos que nos damos nosotros. Cuando tenemos un percance lo llamamos a Ariel Ramírez".

A lo largo de bastante tiempo, se produjeron varias cenas organizadas por el Club de Admiradores, a las que también concurrían los músicos que acompañaban a Lolita. Eran horas mágicas, inolvidables, para cada uno de nosotros. Y fue en una de aquellas veladas, que una promesa de Lolita me llenó de felicidad. Desde muy chica, cada vez que veía “La hermosa mentira”, no podía dejar de soñar que, cuando yo me casara, Lolita me cantaría el Ave María, igual que lo hacía en una escena de la película. Era un sueño loco, descabellado, desproporcionado quizás y, a todas luces, irrealizable. ¿Cómo Lolita iba a cantarme el Ave María a mí? ¿Quién era yo para semejante distinción? Eso era una locura mía, nada más. En una de las cenas que se llevó a cabo en el Centro Orensano, conversábamos con Lolita sobre mis cosas. Ella me preguntaba sobre mi trabajo, mi noviazgo, si pensaba casarme. Yo le contaba sobre todo ello y también que habíamos comprado una casa, que estábamos pagando y arreglando, mientras ella me escuchaba muy interesada y, supongo también, encantada de hablar de otros temas que no fueran los relacionados a su condición artística. No puedo precisar como sucedió. No puedo recordar cómo me atreví, sobre todo teniendo en cuenta la terrible timidez que me embargaba en su presencia. Nunca pude recordarlo, ni siquiera cinco minutos después. Yo solo sé que en un momento de la charla, le comenté cuál era mi sueño y le pregunté si, cuando yo me casara, ella me cantaría el Ave María. La respuesta llegó enseguida. Con una amplia sonrisa Lolita me dijo: “¡Pero sí, querida! ¿Cómo no?”. Yo no lo podía creer, esa mujer no era real. La abracé y le di un beso, profundamente conmovida por su respuesta, mientras decía “gracias, gracias, gracias”.


Los que la admirábamos y queríamos bien, sin cholulismos molestos e inútiles, solo buscábamos hacer cosas que la complacieran. Las reuniones se organizaban con mucho amor pero debo reconocer que, aunque lo intentáramos, nos resultaba inevitable pedirle que cantara algo o sacarnos fotografías que testimoniaran ese momento. A lo mejor, alguna vez fuimos fastidiosos, pero lo cierto era que caer en esos lugares comunes de cualquier ‘fan’ era una ineludible debilidad nuestra.


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