miércoles, 26 de mayo de 2010

PARÉNTESIS I


“Qué tiempo feliz el de la niñez,
velay, yo no sé para qué pasará.
Palabrita‘e Dios que dan gana ‘i llorar
de sólo pensar que no volverá”
(8)

La casa de mis padres es grande. Papá hace años que no está entre nosotros pero mamá aún vive en ella. Entre sus paredes se atesoran las mejores horas de mi vida, los mejores recuerdos, y reencontrarme con ellos no significa ningún esfuerzo adicional. Todo lo contrario. Es una cuestión casi natural que a veces surge sin proponérmelo.
Tuve una linda infancia, como era entonces, con amiguitas y muchos juegos. Mis padres, Margarita y José, gente de trabajo, típica clase media, eran cariñosos y me daban todo aquello que podían. No puedo reclamarles nada porque sería injusto de mi parte. Mi hermano, Osvaldo, nueve años mayor que yo, era el otro componente de la familia. Como todos los hermanos, nos peleábamos a veces y otras, debido a la diferencia de edad, ni siquiera nos rozábamos. Nuestras etapas, nuestros temas y vivencias eran bien diferentes. Sin embargo había algo que, recuerdo bien, todas las tardes nos unía...
En 1960 papá le regaló a mamá un televisor. Esto fue todo un acontecimiento familiar, ya que por aquellos días tener televisor era algo realmente grandioso. Por supuesto, no recuerdo bien qué programas miraba yo por ese año porque era muy chiquita. Nací el 8 de septiembre de 1956, o sea que apenas tenía cuatro añitos. Aún así, y aunque no pueda precisar cómo, una imagen me llamó la atención ni bien la vi. Era un rostro particular, una mirada dulcísima y una voz agradable que, aunque a mis pocos años no podía explicar bien por qué, me impactaron profundamente y aunque tampoco podía ponerle palabras a esa sensación, me quedé mirándola todo lo que pude, sin saber cómo hacer para verla de nuevo. Pregunté su nombre a mi mamá. Es Lolita Torres, me dijo. Y fue suficiente para que ese nombre se grabara en mi mente para el resto de mi vida. Yo no sabía que ése que estaba viendo era un programa semanal y que hubiera bastado pedirle a mi madre que me avisara cada vez que estuviera para volver a verla. Volví a encontrarme con aquella imagen alguna que otra vez, de pura casualidad, supongo que los días que mi madre podía o quería mirar el programa en cuestión. Era una monjita que se llamaba algo así como Sansuplicio, o Sasulpicio o qué se yo cómo... me costaba repetir ese nombre. Pero la cuestión fue que incorporé, desde entonces, un nuevo juego a mi niñez. Mamá tenía en la cocina un repasador blanco, de hilo, muy grande y muy bonito, que usaba más de adorno que para su verdadera finalidad. Entonces yo lo tomaba prestado, me cubría la cabeza con él, lo más parecido que podía a la monjita y jugaba a que yo era esa hermana cuyo nombre me costaba tanto pronunciar. Quería parecerme a ella pero no sabía bien por qué. Nunca me enteré de que por esos mismos años estaba cantando en radio ni recuerdo haber visto nada de “La Casa de la Troya” o de “El sí de las niñas”. Es que era tan pequeña que dependía absolutamente de los mayores para saber que esa mujer, que a mí tanto me impactaba, estaba en televisión determinado día y a tal horario
En cambio, no puedo precisar el año pero no mucho después, mi hermano había comenzado a mirar un ciclo de cine argentino que daban por las tardes, tempranito, a la hora de la siesta, que era la hora en que mamá y papá se acostaban a descansar un rato de sus tareas cotidianas. Y ahí sí, mi hermano y yo estábamos juntos en una ceremonia imperdible para los dos. En aquel ciclo conocí las películas de los más grandes del cine nacional: Luis Sandrini, Tita Merello, Niní Marshall, Olinda Bozán, Ángel Magaña, Paulina Síngerman, Osvaldo Miranda, Roberto Escalada, Mirtha Legrand, Pepe Arias, Los Cinco Grandes del Buen Humor y tantos otros, que sería imposible mencionar. Pero, lo más importante de aquello fue que una tarde descubrí aquel rostro tan querido, aquella persona que tanto me emocionaba sin que supiera por qué. Era una película de Lolita Torres. No puedo precisar cuál fue la primera que vi pero sí que, a partir de entonces, todos los días preguntaba “¿no sabés si hoy dan una de Lolita?” y cuando la respuesta era sí, mi alma estaba de fiesta. A medida que el tiempo pasaba yo podía expresar mejor mis deseos de ver los programas en los que ella actuaba porque ya iba comprendiendo cómo era el mecanismo de ese aparato tan raro en el que las personas entraban enteras y yo podía verlas, aunque no sabía dónde vivían ni cómo habían hecho para meterse ahí adentro.
En 1963, Canal 11 pone en el aire “Señorita Medianoche” pero ahora, ya con siete años de edad, no se me escapaba que los miércoles a la noche estaba Lolita en la tele. Y no me la perdía. Me había aprendido la canción que era el ‘leit motiv’ de esa comedia y siempre la cantaba. Cuando iba a algún cumpleaños de mis amiguitos, los papás inventaban un escenario y me pedían que cantara “Señorita Medianoche” imitando a Lolita. Por supuesto, no me hacía rogar, lo hacía con todo gusto porque eso era parte de mis juegos también. Además, yo quería parecerme a ella y cuando me aplaudían sentía que lo había logrado. En la escuela, mis compañeros, las maestras y hasta el director sabían que yo era su admiradora y en cierto modo les llamaba la atención. Por entonces, estaba de moda la gente de “El Club del Clan”: Palito Ortega, Violeta Rivas, Johnny Tedesco, Lalo Fransen y, por una cuestión de edad, les resultaba más lógico que fuera admiradora de alguno de ellos en lugar de serlo de Lolita Torres. Lo cierto es que a mí me gustaba toda la música. Sabía todas las canciones del “El Club del Clan” porque me compraban las revistas ‘Cantaclaro’ y yo las aprendía todas, me encantaba bailar y nos divertíamos mucho en los cumpleaños con esa música. Pero eso no tenía nada que ver. Yo era admiradora de Lolita Torres por sobre todo lo demás. ¿Por qué esto era así? No lo sé y no lo supe nunca. Parafraseando a la misma Lolita tendría que decir que “fue de nascencia, nomás”, porque debo aclarar que en mi casa nadie era fanático de ella, la veían o escuchaban como a cualquier otro artista, pero no de un modo en particular. Incluso mi padre, que era español, oriundo de Salamanca, no tenía el hábito de escuchar exclusivamente audiciones españolas como la mayoría de tantos otros inmigrantes. Había venido a Argentina siendo muy pequeño. Mis abuelos viajaron hacia estas latitudes en 1919, antes de que él cumpliera los ocho años. Mi padre recordaba muy poco de su tierra y lo que recordaba no era agradable, tenía que ver con el hambre y la pobreza. Y también recordaba lo largo, larguísimo, que fue el viaje en barco hasta llegar a este país, con sus padres y sus hermanos. El estaba muy agradecido a Argentina, siempre me decía que lo que él era y había logrado, poco o mucho, había sido aquí. Jamás olvido las palabras de mi padre, Don José, el almacenero, un salmantino un tanto cascarrabias pero de buen corazón y honesto hasta la médula.

Año a año los ciclos de cine argentino continuaban en el aire y, por lo tanto, el día que proyectaban una película de Lolita se constituía para mí en un evento de trascendencia. Algo curioso, para lo que no hallaba explicación por entonces, me sucedía cada vez que veía uno de sus filmes: apenas terminaba iba corriendo a encerrarme en mi habitación sin que nadie me viera, y me echaba en la cama a llorar desconsoladamente. Lloraba sin poder parar y no sabía por qué. Yo sólo sabía que una angustia muy grande me invadía y que no la podía controlar. Seguramente aquello era porque sentía que quería muchísimo a esa artista que veía en televisión, a quien era imposible llegar a conocer por lo cual, cuando la película terminaba, no sabía qué hacer con tanto sentimiento. Lo cierto es que yo era muy chiquita aún, y ver y escuchar a Lolita Torres me producía una emoción inmensa que no terminaba de comprender y que me generaba sentimientos tan contradictorios como lo son la alegría y la tristeza. Sin embargo, también por aquel entonces se produjo lo que sería mi primer contacto con Lolita. Por supuesto, totalmente inesperado…
Fue una soleada mañana de no sé qué mes ni sé tampoco de qué año, sólo se que yo tendría entre ocho y nueve años de edad. Indudablemente, fue tan fuerte el shock emocional, que mi cerebro evaluó como imposible registrar la fecha exacta del suceso. Lamentablemente.
Yo estaba jugando en el comedor de mi casa y Marta, mi amiguita de la niñez y los primeros años de la adolescencia, entró corriendo a mi casa. Estaba agitada, le faltaba el aire y las palabras le salían precipitadas y con gran dificultad.
- Apurate, vení rápido a mi casa: te llama Lolita Torres por teléfono.
- ¿Qué?!!! No seas tonta, no hagas chistes con eso.
- Dale, apurate y vení. No es un chiste. Es Lolita.
Mi mamá estaba al lado nuestro escuchando e, igual que yo, no entendía nada. Lo cierto es que Marta y yo salimos volando, porque correr era poco, y mientras volábamos de una casa a la otra, que se encontraban a unos diez metros de distancia, mi mente no podía asimilar aquellas circunstancias, ni comprenderlas, ni procesarlas. Corriendo, nerviosa y agitada, pregunté:
-¿Cómo me va a llamar a Lolita si no me conoce? ¿Y cómo tiene tu número?
-¡Y yo qué sé!!! -dijo Marta, tan ansiosa como yo- La atendió mi mamá, está hablando con ella.
Cuando llegué a la cocina de su casa, su madre me pasó el teléfono.
-Tomá, hablá. Es Lolita Torres –me dijo con una sonrisa que era indicio de la gran satisfacción que sentía.
Una timidez absoluta se apoderó de todo mi ser ni bien dije “hola”. Y apenas escuché “hola Norita” y reconocí su voz, mis piernas comenzaron a temblar como si fueran de papel. Estaba shockeada y prácticamente no sabía qué decir. Pero como ella tenía claro que hablaba con una nena, se ocupó de hacer las lógicas preguntas: “¿cuántos años tenés?¿a qué grado vas? ¿dónde vivís?”. En un momento me animé: “yo la quiero mucho y ví todas sus películas”. “Gracias, querida ¿y cuál te gustó más?”, me preguntó adivinando mi emoción. No recuerdo qué más hablamos pero nunca jamás olvidé aquel hecho que, además de provocarme una alegría tan grande que no me entraba en el corazón, me demostraba que Lolita era lejana e inalcanzable pero no tanto como yo pensaba. Cuando cortamos, mis ojos, asombrados y húmedos, se encontraron con los de la mamá de mi amiga.
- Fui yo -me dijo- Como sé cuánto la querés, hace unos días busqué en la guía telefónica, el número de la joyería de su esposo, le expliqué de qué se trataba y le pregunté si algún día Lolita podría llamarte. Y ya ves, te llamó. ¿estás contenta?
¡Qué pregunta! ¿Cómo no iba a estar contenta? La abracé y la besé. Estaba tan feliz y tan agradecida que no sabía qué hacer ni qué decir.
Por aquella época, los años ‘60, Lolita protagonizó una serie de comedias musicales que eran para mí una cita impostergable, jamás olvidada y ansiosamente esperada, porque la verdad es que durante seis días de la semana yo aguardaba con gran ansiedad e ilusión la llegada del día número siete, ese día en que el Canal 11 me regalaba la presencia de mi admirada artista, ocasiones que eran el único modo de ver y escuchar a una persona a la que tanto quería.

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