miércoles, 26 de mayo de 2010

PARÉNTESIS V


“Te pido calma para mi alma
te ruego paz para mi corazón
Ave María….”
(17)


Aquel verano de 1983 Lolita estaba en Mar del Plata, trabajando, y además toda la familia se preparaba para vivir un acontecimiento tan importante como lo fue el casamiento de Angélica.
El asunto era que, coincidentemente, yo me casaba en el mismo mes que su hija. En diciembre, antes de que Lolita viajara a la costa para cumplir con su compromiso laboral, me puse en contacto con ella, le hice conocer la novedad y acordamos que, a su regreso de Mar del Plata, hablaríamos para coordinar detalles. Angélica se casó el 1º de marzo y Lolita permaneció unos días más en la ciudad veraniega. Yo me casaba el 19, día de San José, apenas tres semanas más tarde. No puedo negar que estaba asustada porque pensaba que con tan poquito tiempo entre su regreso y mi boda, no sería mucho lo que arreglaríamos, o que a lo mejor se quedaba unos días más y no llegaba a tiempo, o lo que era peor aún, que podía arrepentirse.
Pero no fue así. Una vez que retornó, conversamos por teléfono, me contó cosas de la boda de su hija, de la temporada del Roxy y se mostró interesada por mis preparativos. Entonces me dijo algo que ya me había adelantado Lole: “Hay que hacer un ensayo con el organista porque en crudo, sin prepararlo, puede salir mal y sería una pena”. Manos a la obra, entonces. Luego de que en la iglesia me dieran el número telefónico del músico, lo llamé y le expliqué la situación. El hombre, se mostró encantado con la idea, ya que no sólo acompañaría a Lolita en la ceremonia religiosa sino que, además, ella lo recibiría en su casa para un ensayo previo.
Pensé que, considerando que el músico era un desconocido para Lolita, lo más apropiado sería que yo lo acompañara. Así fue que, sin consultarla antes, día y hora indicadas por mi admirada artista, ambos nos presentamos en su casa de la Avenida Santa Fe. No voy a hacerme la superada. La realidad fue que aquel trayecto de nueve pisos en ascensor me resultó demasiado breve para dominar el nerviosismo que me producía la inmediatez de un suceso tan anhelado.
Lolita nos recibió en su amplio living y, tras las correspondientes presentaciones, comenzó a preguntarme cosas relativas a mi casamiento. Luego de un ratito, me tomó las manos y mirándome a los ojos, con un modo muy cariñoso, me dijo: “Bueno, ahora vas a tener que retirarte, porque la novia sólo escucha el ‘Ave Maria’, junto al novio, en el altar”
Mientras ella pronunciaba cada palabra, yo intentaba procesar rápidamente su significado: “¿Eh, qué, cómo? ¿Me tengo que ir? ¿Y por qué?” Simulando tener una claridad de pensamiento que no tenía, dije: “Ah… sí, sí, claro…Yo vine sólo porque como no se conocían…”,Y está muy bien –me dijo- Pero ahora, a casa”. Y me tuve que ir nomás. Con una infinita dulzura, mi querida Lolita, me había ‘despachado’, privándome con su actitud de esa especie de adelanto de la función estelar. ¿Cómo se atrevía si, por única vez, la figura central era yo? Pero a los diez minutos de salir de su casa mi angustia se esfumó al comprender que lo de Lolita no fue más que un brillante acto de sensatez y de cariño que, por supuesto, agradecí con toda el alma. Tenía razón. Cada cosa en su momento. Y ese no era el mío.
La verdad es que no era fácil templar los nervios durante los días previos y manejar la doble tensión que me producían la boda en sí misma con el agregado de lujo de tener a Lolita cantando para mí. Como cualquier otra mujer a punto de casarse, por mi cabeza desfilaban cientos de pensamientos: el vestido, el peinado, la fiesta, los invitados, y Dios mío que todo salga bien, y Dios mío que no llueva, y Dios mío no quiero llorar, dejame disfrutarlo todo. Pero a cada una de esas inquietudes normales había que sumarle que mi admirada y querida Lolita, nada menos, me cantaría el ‘Ave María’. La escena de ‘La hermosa mentira’, con la que tanto había soñado desde muy pequeña, estaba a punto de convertirse en ‘la hermosa verdad’.
Me casé en la iglesia Nuestra Señora de la Merced, ubicada en la calle del mismo nombre, en el barrio de Caseros, donde nací y viví siempre, hasta el día en que mi vida tomaría un rumbo impensado por entonces. En la puerta de la iglesia había una multitud de personas y se advertía una cierta exaltación, inusual en otros casamientos, originado sin ninguna duda por la presencia de Lolita que había ingresado, junto a Lole, con debida antelación. Aunque me cuidé mucho de no divulgar el hecho indiscriminadamente, justamente para protegerla, la noticia trascendió el círculo de familiares y amigos, y convocó a mucha más gente que la prevista.
Entré a la iglesia del brazo de mi hermano porque mi padre, a consecuencia de una hemiplejia, tenía cierta dificultad para caminar. Desde que se abrieron las puertas, y se escucharon los primeros acordes de la marcha nupcial, la magia comenzó. Al otro extremo del pasillo central, por el que avanzábamos lentamente, enseguida vi a Marcos, elegantísimo, tomado del brazo de su madre. Los dos nos sonreímos, hondamente emocionados. Nuestro sueño de amor culminaba una etapa y daba comienzo a otra que nos llenaba de expectativas e ilusión. La iglesia estaba atestada de gente y, a mi paso, reconocía los rostros de personas muy queridas. No quería llorar. Me lo había propuesto, me había empeñado en ello. Conociéndome, sabía que si lloraba perdería el control y me quedaría sin la posibilidad de vivir intensamente el momento más importante de mi vida, un instante único, irrepetible, sin igual. Las imágenes de Nuestro Señor Jesucristo y de la Virgen me daban una paz infinita. A medida que avanzaba sobre la alfombra roja, notaba que las personas me miraban, sonreían y dirigían sus ojos hacia arriba, por detrás de mí. Lolita ahí estaba, pero yo no podía verla. Cuando llegó el momento de intercambiarnos los anillos y arrodillarnos en el altar, el silencio se hizo más imponente aún, se hubiera escuchado caer un alfiler. La voz de Lolita, rotunda, solemne, inmensa, se coló en el aire y ocupó todo el recinto. Nadie respiraba. El tiempo parecía haberse detenido. Fue un momento de hondo recogimiento, de perfecta comunión espiritual. El “Ave María” se metió en mi corazón, en tanto yo no dejaba de dar gracias al Señor porque esa escena inolvidable de la película de mi vida reunía, dentro de la Iglesia, a todos quienes yo amaba: Marcos, mis padres, familiares, amigos y, nada menos que Lolita, cumpliendo mi ilusión más descabellada, todos imbuidos de la incuestionable presencia de Dios.
Cuando concluyó la ceremonia, Marcos y yo nos besamos y giramos para abandonar el templo. Miré primero a mis padres y, acto seguido, levanté la vista buscando a Lolita. Pude verla junto a Lole y el organista. Le sonreí y, sólo moviendo los labios, le dije gracias. Ella sonreía también. Luego ladeó apenas su cabeza y asintió, en un gesto que yo tanto le conocía. Fue un intercambio de gestos que apenas duró segundos, pero ambas nos entendimos.
Como es habitual en estos casos, luego de saludar en el atrio, los novios partimos a tomarnos fotografías mientras los invitados se encaminaban hacia el salón de fiesta. Lolita permaneció mucho tiempo adentro de la iglesia saludando a cuanta persona se le acercaba. Una vez concluida la sesión fotográfica llegó el momento de dirigirnos al salón. Marcos y yo ingresamos tomados del brazo, mientras se escuchaban los compases de “Soleado”, una música que habíamos elegido los dos. Todos los presentes, incluidos Lolita y Lole, abandonaron sus asientos y se acercaron para saludarnos al mismo tiempo que nos aplaudían. Aun hoy me emociono al recordar aquellas cariñosas palabras: “Hoy te aplaudo yo a vos, después de tantas veces que vos me aplaudiste a mí. Muchas felicidades, querida”. Y un beso coronó su deseo.
Todo aquello era un sueño. Un sueño imposible hecho realidad. Una gran felicidad. Inmensa. Indescriptible. Hoy, vuelvo la mirada hacia aquellos momentos felices, me detengo, vuelvo a disfrutarlos, llena de nostalgias, con los ojos nublados por las lágrimas porque no puedo dejar de conmoverme por todo lo que recibí de Lolita, por todo lo que significó para mí, por la suerte enorme de haberla conocido y por el privilegio de su cariño. Una vez más, igual que siempre, agradezco a Dios que me haya permitido vivir tan fantásticas experiencias.

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