“Uno vuelve siempre
a los viejos sitios
donde amó la vida
y entonces comprende
como están ausentes
las cosas queridas….”
(19)
Aunque ya nada tendría la misma carga emotiva de aquel regalo de su voz en la ceremonia de mi casamiento, los años siguientes traerían una larga sucesión de episodios, pequeños pero intensos, vividos con toda el alma, todos ellos plenos de indescriptible placer espiritual. Pedacitos prestados, pedacitos ganados, como digo siempre.
Una vez le sugerí: “Lolita, dentro del repertorio español, tendría que reflotar ‘Castillito de arena”. Me miró extrañada “¿Te parece? –me dijo- Hace mucho que no lo hago”, ‘Sí –le respondí- Estoy segura de que al público le encantará volver a escucharlo’. Lolita sólo agregó un “Hum… no sé, no sé”. Apenas dos meses después, en un recital que hizo para Argentinísima, con público en el estudio, al que habíamos asistido Marcos y yo, casi se me saltan las lágrimas cuando los primeros acordes de ‘Castillito de arena’ invadieron el estudio de televisión. No era sólo por volver a escuchar esa canción que me gustaba, sino que además me conmovía profundamente que aceptara mi sugerencia, lo que quería decir que ‘me escuchaba’. Luego, al vernos, Lolita me dijo: “Cuando la canté pensé en vos, que estarías contenta”. Aquel rescate del tanguillo fue tan aplaudido que, desde entonces, lo ‘resucitó’ varias veces más.
Hubo un episodio en particular que me impactó fuertemente y quedó registrado en mi mente para siempre porque yo, que era gran observadora de su conducta, nunca la había visto “funcionando” en aquella faceta de su personalidad. Sucedió una tarde que traía la promesa de ser otro delicioso encuentro musical, pero que finalmente fue bastante más que eso, ya que me permitió apreciar a una Lolita que había imaginado pero que, hasta entonces, nunca había visto. Fue en oportunidad de la grabación en Canal 11 de un recital para el ciclo “Argentinísima”, para el que se había convocado la presencia de público y que, al fin, por una demora exagerada en la grabación de un programa de Gerardo Sofovich, comenzó varias horas después de lo previsto y ya sin público, debido a que éste, harto de esperar formando fila en la calle, al cabo de unas horas emprendió la retirada. Días antes, Lolita me había invitado a presenciar el recital y, al hacerlo, me dijo: “No hagas la fila. Anunciate en la puerta principal que yo te mando a buscar y pido que te ubiquen en un buen lugar”. Semejante cortesía me halagaba y me hacía sumamente feliz.
Era la época en que Santiago y Marcelo estaban próximos a marcharse al exterior, razón por la que Lolita se encontraba bastante deprimida. Cuando llegué al canal, me hicieron pasar y me condujeron hasta donde estaba ella que, con los ruleros puestos, me recibió con una gran sonrisa. Yo le llevaba un inmenso ramo de rosas, en el que iba prendida una carta donde justamente le hablaba de esas situaciones en las que los hijos se van del hogar paterno, presos de una ansiosa búsqueda de experiencias nuevas. Lolita estaba acompañada por la tía Aurora, y una buena amiga llamada Elsa, que yo no conocía, y que me resultó un personaje singular, ocurrente y divertido. Luego de que peinaran y maquillaran a Lolita, fuimos a la cafetería del canal, donde las cuatro nos quedamos conversando de diversas cosas. Al rato, se acercó Julio Márbiz, conductor del programa, a informarle a Lolita que la grabación se demoraría “un poquito” y la invitó a pasar a la Sala de Dirección donde, además de que nos invitaran con café, le solicitaron el listado de canciones que iba a presentar y sus autores. El tiempo transcurría y el estudio nunca quedaba disponible. Su amiga Elsa, con un modo muy particular, soltó por lo bajo los primeros improperios. Yo sonreía pero agregaba, con gran cautela, que me parecía que Elsa tenía razón, que era demasiado retraso. Lolita, imperturbable, decía: “Hay que estar tranquila. Ya se arreglará todo”. Pero nada se arreglaba y, dos horas más tarde, la gente que aguardaba en la calle para entrar, abandonó la fila y se marchó del lugar. Yo, por dentro, hervía. Estaba indignada. Márbiz venía de tanto en tanto, visiblemente nervioso, sudando por los cuatro costados, a disculparse con Lolita. Y ella sólo agregaba: “Está bien. Quédese tranquilo. No faltará mucho”. Elsa, la tía Aurora y yo, estábamos furiosas. Elsa lo manifestaba abiertamente. Aurora y yo, disimulábamos frente a Lolita. En cambio ella, la primera perjudicada, se mostraba serena, correcta, guardando la compostura, sin gritar, sin quejarse, sin hacer el escándalo que otra en su lugar habría hecho. Yo la observaba y no lo podía creer. “¡Esta mujer no existe –pensaba- es de otro planeta!”. Aquellas maneras suyas, apreciándolas “en vivo y en directo”, me impresionaron tanto que durante mucho tiempo dieron vueltas en mis pensamientos, sometidas a profundo análisis porque, justamente, por una hendidura imprevistamente originada pude espiar una característica de las más acentuadas de su personalidad, que me la mostraban como una mujer diferente, quizás con algo superior en su naturaleza, porque aquella actitud suya, aquel proceder a lo largo de casi tres horas, en una situación de pronunciada tensión para cualquiera, no fue una cuestión de “buena educación” solamente. Aquello había sido otra cosa, aquello había sido más. Algo diferente y por encima de lo común.
(Hoy, algo más de veinte años después de aquel suceso, y luego de escuchar los testimonios de sus hijos, familiares y amigos, todos ellos haciendo hincapié en la arista de su temperamento donde relucía su dominio sobre las emociones, no puedo dejar de pensar en aquella experiencia vivida en Canal 11, y reconocer en ella a esa Lolita de la que me hablan: la mujer que no perdía los estribos fácilmente porque privilegiaba la palabra que, antes de ser dicha, se pensaba; la mujer de una fortaleza impresionante que en contadas ocasiones se quebraba. Seguramente, el secreto de ese temple se basó en la gran seguridad que tenía en sí misma. Lolita nunca necesitó fingir lo que no era, simplemente porque lo que era le bastaba. Una mujer que abrazó una serie de principios e ideales desde niña, de los que jamás se apartaría ni trocaría por otros que mejor se le ajustaran. No se trataba de que Lolita no perdía sus buenos modales, sino de que no tenía otros. Pero ser así, no gritar, no estallar, no mandar de paseo a alguien que lo merece, tarde o temprano tiene un alto precio que pagar).
Días después del recital en Canal 11, Lolita me llamó para agradecerme la carta que le había escrito y entregado con las flores. “Gracias por todo lo que me decís y quiero que sepas que se las hice leer a los chicos también. Gracias Norita”. Impresionante…
Otros grandes momentos fueron los recitales exclusivos de tango porque escucharla cantar acompañada por orquestas tan importantes como lo eran aquellas, formadas por treinta músicos o más, eran sinónimo de arte supremo. Pero además, el día que se cortó la luz en el Alvear, y Lolita disparó sus tangos como una flecha al centro del alma, sin micrófono, con el acompañamiento de tamaña orquesta dirigida por Requena, yo pensé que me moría. Mi corazón no podía más. ¿Cómo, esta mujer, era capaz de cantar así?
Pedacitos prestados, pedacitos ganados. Una cascada de bellos momentos. También me encantaban nuestras charlas telefónicas porque generalmente transcurrían sin ningún apuro de su parte, y mucho menos de la mía. En ellas, Lolita se soltaba y hablaba de cualquier tema que surgiera, entonces, a veces, conversábamos sobre política, viajes, algún acontecimiento de la actualidad, arte, como también de cuestiones personales mías o suyas. Ella me hablaba de su familia o de su trabajo y, en este último punto, solía comentarme pormenores que me permitían conocer mejor su mundo y su entorno. Muchas veces analizábamos juntas cosas que le sucedían dentro de ese ámbito. A veces agradables, otras todo lo contrario. Recuerdo que, luego de que se privatizaran los canales de televisión, en los años ochenta, Lolita tuvo muchas expectativas respecto a las nuevas autoridades, la futura programación y el renovado enfoque que se le daría a ese medio en general. Se entrevistó entonces con los directivos de cada canal y presentó sus proyectos, pero la respuesta obtenida nunca fue la esperada. Me acuerdo claramente cuando al relatarme esos frustrantes encuentros y sus resultados, y refiriéndose a las ofertas que en cambio había recibido, muy indignada me dijo: “Algunos pretenden que haga otra vez la secundaria. Pero yo, ya terminé la universidad”.
El momento de ocupar una butaca en la platea y aguardar que se abriera el telón me generaba gran ansiedad. Con el programa entre las manos, y mis dedos tamborileando nerviosamente sobre él, aguardaba su presencia en el escenario. Cuando las primeras notas musicales zigzagueaban en el aire, me olvidaba completamente de cualquier problema que pudiera tener y me disponía a disfrutar y recibir, con los cinco sentidos, el cálido abrazo musical. Inmediatamente, al escucharla cantar, mi alma entraba en convivencia directa con su voz, se echaba a volar y se escondía en un pliegue del telón, robándole las notas y atesorándolas para siempre. Era un momento mágico, con una energía espiritual tan grande que se perpetuaba en mi interior durante varios días. El duende al que Lolita aludía a menudo estaba ahí, y yo podía advertir su presencia sin ninguna dificultad.
Hay cosas que no pueden explicarse. Únicamente se sienten, y poder sentirlas es una bendición de Dios. Rescatarlas de la memoria, también.
Muchas eran las palabras o frases cariñosas que surgían en el público y que, junto a sus respuestas, erigían delicadamente la sutil arquitectura del encuentro íntimo, afectuoso, con una artista que tan bien manejaba los códigos de comunicación con su público. “Guapa”, “Diosa”, “Ídola”, Única”, eran expresiones que se repetían varias veces cada noche. Lo mismo el “No te mueras nunca”, al que solía responder con un “No lo tengo pensado aún”. O “Lolita, nunca dejes de cantar”, a lo que dulcemente replicaba: “Nunca, porque el pájaro canta hasta morir…” El clima íntimo, entrañable, estaba siempre garantizado. Su forma sincera de volcarse y su veteranía en los escenarios lo hacían posible además de fácil. “Lolita, usted cada día canta mejor”, le dijo el hombre -un político de quien no puedo recordar el nombre-, “Como Gardel”, replicó ella. “No. Lo de Gardel es mentira. Lo suyo, una maravillosa realidad”, contestó el hombre sin dudarlo ni un instante.
En otra ocasión tuve deseos de escucharle una canción que hacía más de diez años no incluía en su repertorio: “Lolita, hace mucho tiempo que no canta ‘Los Nardos’. Estaría bien rescatarla ¿no le parece?” En un recital que ofreció al poco tiempo en el Rincón Familiar Andaluz, las estrofas de ‘Los Nardos’ emergieron del cofre de los olvidos. Fue muy aplaudida y la gente hasta se atrevió a entonar un fragmento del estribillo junto a Lolita. Yo estaba feliz. Cuando fui a saludarla, después del recital, apenas me vio, me dijo: “Sí. Ya sé. Los nardos. Me acordé de vos.”
En 1986 nació Cristian, mi primer hijo. Durante muchos años, Lolita vio a Cristian a la salida de sus recitales, porque Marcos iba a buscarme y lo llevaba con él. Siempre comentábamos cosas referentes a la rapidez con que mi hijo crecía y ella se reía mucho con sus monerías. A veces solía darme pequeños consejos.
A finales de los años ochenta, conversábamos sobre su repertorio, el viejo y el nuevo, y recuerdo que me dijo `A veces pienso en dejar de cantar ‘A mi manera’, porque ahora lo canta todo el mundo. Pero no puedo, si no lo hago, la gente en los recitales no me deja ir´. Me apuré a contestar: `Usted no piense en eso. Mírelo desde otro ángulo. Piense, en cambio, que fue la primera cantante en interpretar esa canción en castellano en nuestro país ´. Lolita hizo una pausa, me miró y me dijo `La verdad es que tenés razón´. Por suerte, no dejó de cantarla.
Cuando estaba próxima a estrenar “Cantares y Jaleo”, Lolita comentó en una reunión que sería un espectáculo netamente español, algo que había decidido luego de meditarlo mucho. Alguien preguntó si ya estaba pensado el título, a lo que Lolita contestó que sí. Como yo ya sabía qué tipo de recital sería porque ella misma me lo había adelantado, le había dedicado un tiempo a pensar un nombre para su concierto.
-Huy, qué lástima, yo también había pensado uno –le dije.
-¿Sabés qué pasa? –me respondió- No quiero que en el título esté mi nombre. Ya estoy cansada de Siempre Lolita, Todo Lolita, Lolita hoy, Lolita vuelve… Se llamará “Cantares y Jaleo”.
-Es muy bueno y suena muy bien. Pero, ojo, el que yo pensé tampoco lleva su nombre.
Lolita se quedó en silencio y me miró fijamente, con gesto de no disimulada curiosidad. La duda había clavado su espina. Seguro pensó que a mí se me había ocurrido un ‘Lolita vaya a saber qué’.
- ¿Y cuál era ese título que pensaste? –preguntó.
- Genio y figura –dije muy segura de mi propuesta.
Otra vez hizo una pausa, como siempre antes de responder. Parecía procesar el dato.
- Es bueno –dijo finalmente- La verdad es que está muy bien. Me lo guardo para la próxima vez.
Unos cuantos meses después, conversábamos sobre cosas del mundo del teatro, cosas en general y nada en particular. De pronto me dijo:
-¿Sabés? Siempre me acuerdo de aquel título tuyo, el de “Genio y Figura” pero, digo yo, ¿no me acusarán de vanidosa?
Y las dos estallamos en una carcajada.
En 1987 se produjo un hecho muy significativo para quienes estuvimos involucrados en él. Un grupo de personas, en la necesidad de hallar una vía por la cual canalizar el cariño por Lolita, realizando paralelamente una labor social de manera seria y responsable, pensaron en crear un nuevo club y decidieron trasladar la inquietud a Lole Caccia, quien rápidamente se mostró conforme con tal lineamiento y aceptó la propuesta. Fue él quien les dio mi número de teléfono para que me invitaran a sumarme al proyecto. La primera reunión formal fue el 14 de agosto de 1987. Allí me encontré con gente que conocía del Club anterior, otros cuyos rostros me resultaban familiares por verlos en actuaciones de Lolita y otros que me eran totalmente desconocidos. Fue un buen grupo, todas personas de bien, sin ganas de perder el tiempo sino, por el contrario, de ponerlo en alguna causa noble. De todos modos, no voy a mentir, la razón fundamental que nos convocaba era el inconmensurable amor hacia Lolita. Se convino, de acuerdo con el matrimonio Caccia, que esta agrupación respondería al nombre de “Club Amigos de Lolita Torres” y en él dábamos el presente: Griselda y Elba Vallejo, Juan Alberto Baliari, Juan Paolino, María Ofelia Fussaro, Matilde de los Santos, Ana María Matteri, Giovanna Cundari, Beatriz Cuestas, Lito Pérez, Hugo Montastruck, Irma Martín, Osvaldo Masseroni, Federico Roca, Mario Bianchi, Elba Pettinarolli, Rosa Martínez, Marta Carballo, Ángela Cruciani, de Uruguay, Carlitos Vítola Palermo, de Rosario, Alicia Ferreira, Marila Zanardelli, Antonia, Matías, Edith, Susana, yo y muchos más con los que me disculpo por no recordar sus nombres… Desarrollamos una tarea social bastante importante con muchas instituciones y apadrinamos dos escuelas de frontera. Varios nos sucedimos en la presidencia, vicepresidencia, secretaría y tesorería del Club, siempre por votación de todos los asociados.
En mi caso en particular, fui parte de la comisión durante tres años y nunca olvidaré cuando, recién estrenada en mi cargo, Lolita me dijo: “Estoy muy orgullosa de que seas la presidenta y el puntal de este Club”. ¡Dios mío! Que Lolita dijera algo semejante constituía toda una manifestación de aprobación y cariño así que, como defraudarla era lo más opuesto a mis intenciones, me alisté para cumplir mis funciones con gran responsabilidad. Todos poníamos lo mejor de nosotros mismos en cuanta labor encarábamos: sea reunir ropa, material escolar, juguetes y alimentos que luego entregábamos personalmente, como preparar alguna actividad artística para fechas especiales como el Día del Niño o Navidad, que presentábamos en el lugar elegido, además de hacer entrega de regalitos. Así fue que colaboramos con muchas instituciones según nos solicitaban o alguien las sugería. Todo lo hacíamos poniendo mucha energía e ilusión, a veces acompañados por Lolita, y en otras ocasiones sin ella.
Cada tanto organizábamos cenas con Lolita y Lole en las que, con su sola presencia, ya nos sentíamos recompensados, pero además y generalmente nuestra ídolo nos regalaba alguna canción. También nosotros, en el afán de que nuestras fiestas le resultaran agradables, nos esforzábamos en detalles que convirtieran a cada una de ellas en un encuentro especial y diferente. Así era que, además de esmerarnos en la elección del menú, organizábamos juegos, disfraces y actuaciones, con las que Lolita se divertía mucho y participaba de buen talante. Cuando preparábamos su cumpleaños o el de Lole, poníamos “toda la carne al asador”, esto último dicho en el sentido más literal, ya que por un lado intentábamos lograr reuniones afectuosas e importantes y, por el otro, hacíamos unos asados verdaderamente colosales. Otra cosa muy particular que recuerdo de aquella época, era cuando salíamos a comprar un regalo de cumpleaños para Lolita, cosa a la que generalmente nos abocábamos dos o tres señoras. Pero ¿qué elegir? Aquello era una especie de “odisea” porque nada nos conformaba. Solíamos recorrer la Avenida Santa Fe de una punta a otra, una vereda y la de enfrente, las calles laterales, volver a la avenida, todo una y otra vez…Invertíamos horas en la “misión regalo” y terminábamos extenuadas. Pero cuando al entregárselo veíamos su expresión de agrado y alegría, nos olvidábamos del cansancio y ya estábamos listas para la próxima “misión”. Para nosotros la fiesta comenzaba varios días antes, con los preparativos, y acababa varios días después con el análisis minucioso al que sometíamos el evento. A veces nos reuníamos en restaurantes y otras en la casa de algún miembro del Club. Si algo era seguro, y Lolita lo sabía muy bien, es que todo, absolutamente todo, se hacía con mucho amor.